Editorial de El Siglo, edición Nº 1575 del 9 de septiembre 2011
El 11 de septiembre de 1973
A muchos les incomoda la sola mención de la fecha. Se ha intentado echar tierra a los hechos que la precedieron, en busca de un blanqueo de culpables y responsables en grados diversos, incluyendo el silencio cómplice. “La historia juzgará”, dicen otros, mientras disfrutan de los dividendos del golpe de estado, botín escandalosamente sustraído al pueblo de Chile.
Mediante el expediente hipócrita de las “responsabilidades compartidas”, se omiten datos tan innegables y contundentes como la traición de los altos mandos castrenses, la conspiración de las derechas política y económica y, sobre todo, el decisivo accionar del imperialismo, personificado en la siniestra pareja Nixon-Kissinger.
La honda fisura instalada en el subsuelo de la conciencia de millones de chilenas y chilenos, ha jugado un papel de difícil cuantificación, aunque innegable, en los acontecimientos que han tenido lugar en los últimos años de nuestra historia política y social.
Grandes masas sufrían los diarios embates de la dictadura, con un repertorio que incluía desde la violencia extrema –asesinatos, desaparecimientos, torturas, relegaciones y exilio- hasta las más o menos sutiles formas de penetración vía terror, introducción de la droga para favorecer su consumo masivo particularmente en los combativos sectores de las periferias urbanas, las presiones vía políticas laborales, etc., etc. Pero esas mismas masas eran las que, de mil formas, participaban en las movilizaciones, luchas, protestas y formas agudas de resistencia para oponerse al opresivo dominio ejercido con el apoyo terrorista del estado.
La transición pactada, cuya propiedad intelectual sería ridículo discutirle al Departamento de Estado norteamericano, inauguró un nuevo estilo de gobierno y de relación entre una dirigencia –concertacionista- auto erigida en una “clase política” que monopolizaba la expresión libre de la ciudadanía.
Fue necesario que las limitaciones de los sucesivos gobiernos de “la transición” quedaran al desnudo ante el país, para que los millones de personas que se habían embarcado en la embriaguez del consumo y abandonado en manos ajenas su presente y su futuro, se liberaran de los espejismos y asumieran una conducta como la que vemos hoy en las calles y plazas de todo Chile.
Es claro, también ocurrió la vuelta de la derecha al gobierno, luego de 20 años de haber sido desalojada junto con el dictador, y tras más de medio siglo sin haberlo conseguido por la vía democrática.
Lo sustantivo del momento actual es que los grandes anhelos -“utopías”, por qué no- que marcaron el Chile de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo pasado, han vuelto a transitar de la mano, particularmente, de las nuevas promociones de estudiantes de todos los niveles de la educación: secundarios, universitarios, y con la participación a su lado y activamente del extenso contingente de profesores y el apoyo aplastante de la ciudadanía.
Las palabras que hace 38 años pronunciara Salvador Allende en medio del bombardeo a La Moneda, alcanzan plena vigencia: “volverán otros hombres a abrir las anchas alamedas por donde pase el hombre libre del mañana”.
No se trata de tender un puente que desde el hoy alcance a ese año 1973, como si nada hubiera pasado. No, porque lo ocurrido fue terrible en demasía y las lecciones extraídas de los largos años de dolor y de lucha no pueden de ninguna manera ni bajo pretexto alguno ser olvidadas u omitidas.
Pero salgan a ver a la gente por las calles, pongan atento oído: ya este Chile no es el mismo de ayer. En las manos y los cantos de miles y miles de chilenos, y en primer lugar de su juventud, está el porvenir. Gracias a ellos, a su conciencia y su capacidad de encender con su decisión las certezas y esperanzas de todo un país, Salvador Allende no habrá muerto en vano.
EL DIRECTOR
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