El nuevo mito chilote
UN PUENTE DEMASIADO LEEEEEEEEEEJOS
Este viernes por la mañana, un camión cayó del transbordador al canal de Chacao. El chofer resultó ileso. Empapado, vio cómo se terminaba de sumergir el enorme container. Igual que el soñado y exagerado puente chilote, desaparecía; como los discursos, que se lleva el viento.
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Todo terminó como empezó, con discursos. En la cocinería y residencial El Encuentro, casi junto al muelle de Ancud, la intimidante mujerona que atendía estaba con los lentes aceitosos de frituras cuando Michelle Bachelet habló. Una anciana regordeta y bajita vestida como un mísero cirujano. Hacía “churrascos”, subespecie de sopaipilla chilota sin zapallo, de feo aspecto y sabor regular.
A las siete de la tarde del jueves, Ancud estaba mojado y silencioso. Durante toda la semana, las radios Bío-Bío, Estrella del Mar y Tepual habían machacado con la misión de los 10 alcaldes chilotes a La Moneda. Fue tanto que a partir de las cuatro del jueves, cuando Pablo Ossio, el alcalde de Ancud –que tiene un importante conflicto por un supuesto fraude investigado en la Contraloría, y que ha liderado la corriente favorable al puente–, anunció a todo micrófono “que sería la propia Presidenta la que daría la respuesta final”. Todo Chiloé se detuvo. Estaban con un ojo en el televisor y un oído en la radio. Esperando. Algunos, listos para salir a la calle con el consabido uniforme del combatiente de los últimos días: güiñiporra de lana encima (gorro, chomba peluda, etc.), botas de goma, parka y banderas negras.
En la cocinería había dos parroquianos pegados a la tele y un periodista infiltrado.
–Cadena para solucionar el puente. ¡A lo que hemos llegado! –dijo la veterana doña Amanda. Cuando el discurso empezó se fijó en el traje:
–Yo esperaba que saliera con una chompa chilota o algo de lana, por lo menos –dicho eso se dio vuelta y siguió en las frituras.
–¡Tiene que verse sobria, pues oiga, cómo va a ser! –el que habla es “Cau-cau”, conductor de una añosa carcacha a la que pretenciosamente llama “taxi colectivo”, y que a esa hora tomaba once en el puesto. La vieja giró y por un segundo se clavaron miradas furiosas.
–¡Pero mire, al menos salió con un edecán naval atrás! –dijo el chofer.
La vieja miró y pareció entender el gesto. En Chiloé rayan con los marinos. Son más importantes que los carabineros. Pasan parte a las embarcaciones y fiscalizan la pesca y un montón de cosas. Muchos chilotes hacen el servicio militar en la Armada y una gran parte de la población trabaja y vive de la marina mercante y comercial.
El breve discurso terminó. Anunció el hospital, caminos, conectividad, subsidios, se cuidó de no decir puente y tampoco usar palabras como “desahuciado, terminado, cest fini” o algo por el estilo.
–Explíqueme –dijo Cau-cau–, no entendí. ¿Van a construir el puente, sí o no?
–¡Oiga que es duro! –dijo la vieja–. ¡En qué idioma quiere que se lo digan!
Los discursos y los chilotes no pegan. Así empezó todo, con discursos mal entendidos. Afuera, en torno a la Plaza de Armas de Ancud, se oían los primeros bocinazos. Hasta medianoche.
PRO PUENTE O ANTIARTESA
Antes del puente, ir a Chiloé no era muy divertido, pero al menos era diverso. Siempre había forma de “conocer el alma chilota” en las conversaciones de bar. Alguien atribuía a una brujería el que su vehículo no pasara la revisión técnica; una joven no podía olvidar al mochilero que la embarazó; otros querían hacer negocios tipo “quesitos” vendiendo salmón a los santiaguinos. Otros empinaban el codo para olvidar visiones aterradoras. En fin. “En Chiloé, el pasado y el futuro confluían...”, como diría el poeta periodista de esa zona Alipio Vera.
Pero hoy no. Producto de la frustración, sólo hablan del puente. Hasta el vago más impresentable habla como ingeniero. Las opiniones chocan como las olas y en ocasiones parecen llevar al combate verbal: que iba a haber cinco mil puestos de trabajo por cinco años, que iban a hacer una planta de cemento Melón en Monteverde (llevándose por delante el importante sitio arqueológico donde se hallaron vestigios del primer poblamiento americano; pero qué importa, ¡es el puente!). Que el peaje iba a costar 22 mil, que hay puentes más baratos, que los salmoneros duplicarían sus utilidades, que el turismo, que el viaje, que el clima, y un largo etcétera.
En las oficinas públicas, en la Cámara de Comercio, en el Comité de Adelanto de Chiloé parecían complotar.
El puente caló como nunca otro tema se había visto en Chiloé. Los taxistas, camioneros, comerciantes, pescadores; hasta a “Alfonsito”, un loquito que recorre las callejuelas del muelle cargando cajas de pescado, alguien le puso un cartel de cartón que decía “sí al puente”, y salió en Chilevisión.
Los ebrios del bar, como pretexto para sonsacar unas copas, enarbolaban argumentos del tipo “yo, con mi inteligencia, opino que el tinto, digo, que el puente...”.
Incluso Chamaya, otro semidemente que pulula por la población Padre Hurtado de Ancud, de casas enanas –y de lata– y que siempre a los desconocidos les decía “¡hola, cuñao!, ahora dice, para pedir unas monedas, “¡nos cagaron con el puente, cuñao!”. Como si un tornillo de todo el armatoste se le hubiera soltado a todo el mundo.
ANTIPUENTE O PRO TEJUELA
Sin embargo, más allá de lo obvio hay otro bando. Hoy parecen pocos, pero existen. A veces osan refutar a los anteriores y se arman trifulcas callejeras. La noche del jueves, cuando todo parecía haber terminado, en la Plaza de Armas de Ancud hubo un conato entre simpatizantes y detractores.
La mayoría de los antipuente son aquellos afuerinos que vieron en las condiciones insulares de Chiloé, “algo” que exacerbó sus talentos, dones, visiones, etc. Hippies, artistas, escritores, místicos, macrobióticos, aprendices de charango, anticristos, arquitectos expertos en tejuela, estudiantes de yoga, prófugos de la justicia e inventores de todo tipo de artilugios ecológicos y turísticos que fueron capturados por la isla. Hoy sonríen y, si pudieran, opinarían en contra del puente de marras, pero es tanta la efervescencia que tienen casi temor.
Sus argumentos también parecen prédica: que la cultura chilota se iría al tacho, que es una obra megalómana, que mejor hagan caminos y hospitales, que el turismo perdería el romanticismo, que el gasto, que el derroche, que la cultura del auto, etc.
No son pocos. E incluso le dan a Ancud y ciertamente a Castro ese aire de cultura que tanto les gusta a los turistas. Ejemplos: la pícara dueña del restaurante cubano junto a la plaza de Ancud, el hijo de Patricio Manns, el hijo de Julio Zegers, arquitectos como Benito Rojo, el bibliotecario de Castro, Floridor Cárdenas, que tanto gusta de salir en televisión.
No son muy distintos a los pro puente. Visten las mismas güiñiporras de lana, las mismas botas de goma, parkas, etc. Las diferencias se hacen evidentes cuando ponen pie en alguna de las ocho barcazas.
Los antipuente trepan a las barandas superiores como si fuera el “Titanic” y se paran frente al viento marino, como diciendo: “Oh, Chiloé... allá voy”, dependiendo del sentido del viaje, claro.
En cambio, los pro puente no bajan del bus, o de sus camionetas. Amurrados. Con los vidrios empañados. Pagan las ocho lucas con muecas de odio y hoy día, seguro, refunfuñan un viejo hechizo chilote en los 40 minutos del viaje.
DONDE TODO COMENZÓ
Juan Vidal, en cambio, no opina. Es uno de los tantos habitantes de la costa del canal de Chacao, sólo que este viejo viudo de 60 años es dueño del predio estratégico adonde iba a caer la punta sur del puente colgante, el sector llamado Punta Soledad. A unos cuantos metros se eleva la enorme torre de alta tensión que lleva el fluido eléctrico del sistema interconectado central. Lo paradójico es que a los pies de la torre los vecinos ni siquiera tenían electricidad. Para ver televisión usaban baterías de auto. Después llegó un precario cable.
–¿Así que aquí iba a estar el puente, ah?
–¡Así es, pues!
Don Juan toma chicha de manzana. Usa paletó y gorrita marinera. Tiene los ojos vidriosos como un pez. A todo aplica una extraña dialéctica.
–Lo bueno que tiene es que aquí ibámos [sic] a vender la tierra muy bien. Lo malo que tiene es que ibámos a tener que partir con nuestros bártulos quién sabe dónde.
En su predio, el pasto crece sin orden; en medio, mirando a la orilla del canal de Chacao, hay un monolito de cemento con un tornillo al centro. Se ve verde y musgoso como si el fiero pasto intentara devorarlo. Ese monolito indicaba el punto exacto donde iba a caer el soñado puente. Ahí comenzó todo.
A lo mejor, lo empiezan a visitar los turistas o se convierte en sitio de peregrinación de los pro puente.
–Lo bueno que tiene es que si un día construyen un puente ya saben dónde. Lo malo que tiene es que si no lo cuidan, el chacay (mala hierba) lo va carcomer entero. ¡Mire nomás el poste! Junto al monolito había un poste. Ahora está quebrado.
El viejo vive de la pesca, los animales, sacando luga, un alga que compra la industria farmacéutica. Cree que algún Presidente anduvo por la zona. No sabe describirlo: podría ser Lagos, cuando estuvo en la plataforma que midió la Roca Remolino, donde iba a estar la pata del puente, a 200 metros de la orilla de sus tierras de Punta Soledad. O Frei, cuando recorrió todo Chiloé dando el respaldo para el puente a sus nueve alcaldes DC, en una larga caravana.
Pinochet es el único Presidente que sí conoce don Juan, pero ése por ahí nunca estuvo.
–Montones de veces venía gente encorbatada a medir el terreno. Lo bueno que tiene es que me traían cositas, me dejaban regalos. Lo malo que tiene es que después yo tenía que limpiar todo. Hasta basura dejaban. Ponían caras. Se tomaban fotos. Hacían hasta discursos, oiga.
–¿Recuerda qué decían?
–Pocazo. Lo bueno que tendría el puente, pues. Y lo malo, seguramente.
Empieza a llover de nuevo. Cae agua a raudales. En pocos minutos la otra orilla, Chile continental, desaparece. Se ve niebla por todos lados. Pienso en los discursos que se hicieron en la orilla del barranco a los pies del ahora ajado monolito.
Puede que alguno haya terminado con la frase “¡por fin uniremos a Chiloé con el país! Porque el puente ya se ve en el horizonte”. Puede. A los políticos les gusta usar la palabra horizonte porque, como se sabe, horizonte significa una línea imaginaria que separa el cielo de la tierra, y que se aleja en la medida que uno se acerca.
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Jorge Mansilla -