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Centros Chilenos en el Exterior

La toma chilena de Rio Gallegos

La toma chilena de Rio Gallegos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se comenta en este pueblo al sur de Argentina: al menos un 70% de su población es descendiente de chilenos. Los primeros llegaron a fines del siglo XIX y la migración no se detuvo hasta los 80. Encontraron trabajo y echaron raíces. Pero no fue gratis. Hubo discriminación y malos tratos. Hoy, las cosas están más tranquilas en esta argentina ciudad tan chilena.

¿Qué estoy haciendo aquí?

Esa era la pregunta que se repetía constantemente Gumercindo Pacheco, mientras su vista se perdía en la inmensidad del Atlántico. A su espalda se encontraba Río Gallegos, una ciudad de la Patagonia argentina a la que en esos años empezaban a llegar grandes cantidades de sus compatriotas. O paisanos, como él llama a sus connacionales chilenos con un marcado acento argentino.

“Era el año 52, tenía 16 años y extrañaba a mis amigos en Punta Arenas”, cuenta Pacheco. “Mi madre me trajo junto a algunos de mis hermanos. Los mayores ya se habían radicado aquí y trabajaron en las estancias con mi padre, que había muerto recientemente. No sabía qué hacía acá”.

La historia de Pacheco es la historia de miles en esta ciudad. La Patagonia argentina ofrecía a los chilenos las oportunidades que no podían encontrar en su propio país. Trabajo había. Los sueldos eran mejores. Y el cambio los beneficiaba. Al volver a Chile y cambiar lo ahorrado podían ayudar a sus familias o, incluso, comprar tierras.

No eran los primeros. Ya había habido una migración chilena hacia la Patagonia argentina a finales del siglo XIX. Eran hombres solitarios que se iban a trabajar en las estancias, que tuvieron su época dorada, cobrando precios exorbitantes por lana y carne, que duraría hasta el fin de la I Guerra Mundial.

Desde esa época, a los chilenos se les llamaba condescendientemente “chilotes”, ya que la mayoría venía de la empobrecida isla de Chiloé. Y si a los argentinos que trabajaban en las estancias de colonos ingleses y escoceses se les consideraba ciudadanos de segunda clase, el chileno, por descarte, se ubicaba en un peldaño aún más bajo.

En esta suerte de Far West del hemisferio sur que era la Patagonia Argentina, Río Gallegos oficiaba de capital. En la tierra del caos, las oportunidades aquí empezaban a abundar. Era aún un pueblo sin calles pavimentadas ni una infraestructura desarrollada, y tampoco había mucha gente para trabajar. Por eso, la segunda gran oleada de inmigrantes chilenos -que empezó a aparecer a partir de los años 50- se dedicó a la construcción, al comercio y a explotar los yacimientos de petróleo de la zona.

Gumercindo Pacheco fue uno de ellos.

La migración chilena hacia Río Gallegos fue sostenida entre la década de los 50 y fines de los 80. Pero el impulso de nuestra economía local desde esa fecha y la relativa paridad en el cambio de divisas terminaron por frenar paulatinamente el desembarco. Aun así, las últimas cifras del gobierno argentino -recopiladas el 2001- establecen a Río Gallegos como la ciudad argentina que proporcionalmente acoge a más ciudadanos chilenos: casi un 14% de sus 80 mil habitantes nació en Chile. Unas 11 mil personas.

Una comparación decidora: en el Gran Buenos Aires, una ciudad de casi 13 millones de habitantes, apenas residían 25 mil ciudadanos nacidos en Chile al momento del censo de 2001. Es decir, ellos representaban un 0,2% de la población de la capital argentina.

El cónsul chileno en Río Gallegos, Antonio Pena, dice que el peso de la comunidad chilena se nota en todos los ámbitos: “Aquí, un 70 u 80 por ciento de los grupos familiares tiene algún pariente directo de origen chileno. Ya sea una madre, un padre, un abuelo o un bisabuelo”.

Pena debe estar en lo cierto. Al entrar en una tienda de suvenires en pleno centro y entablar una conversación, la dependiente dice tener madre chilena. El conserje de un edificio público puede hablar como un argentino más, pero al transcurrir el diálogo aparecen un par de modismos, un gesto mínimo, que delata su procedencia. “Nací en Chiloé”, cuenta el hombre.

A simple vista, sin embargo, Gallegos es una ciudad que respira argentinidad. Como en el resto del país, sus veredas son disímiles: algunas de cemento, otras de baldosa y otras inexistentes, porque la responsabilidad de construirlas es del vecino. Y si el dueño de casa no quiere poner vereda, no hay.

A diferencia de la mayoría de las ciudades costeras chilenas, que se construyen desde el mar para atrás, Gallegos mira más hacia la pampa que hacia al Atlántico. Su avenida principal está a siete cuadras del borde costero, pero la vida en el centro de la ciudad transcurre como si Gallegos no tuviera mar. Allí están las mejores tiendas, las que destacan por los típicos artículos de cuero argentino. La ciudad no tiene malls ni cines, por lo que el principal pulmón de la vida citadina es su calle principal, donde la gente va a observar y ser observada. Muchos autos se pasean a la vuelta de la rueda con las ventanas abajo y la radio a todo volumen, con cumbia villera o reggeatón. Los pocos que van a la Costanera, “La Ría” como le llaman aquí, lo hacen para tomarse unos mates o unas cervezas sentados dentro de su auto.

Hay una característica que hace de Gallegos una ciudad particular, casi extravagante. Nueve de cada diez autos -sin importar precio, modelo o antigüedad- tienen sus vidrios polarizados. Parece una extraña sucursal de la New Jersey de Los Soprano. A pesar de que existe una ordenanza municipal que prohíbe los vidrios ahumados, nadie la respeta: casi ningún conductor se quiere dejar ver mientras maneja.

Pero aunque Gallegos sea una ciudad con un definido caparazón argentino, el núcleo, el corazón, la parte más blanda, empieza a develarse como decididamente chileno.

Existen barrios enteros fundados y habitados por chilenos, como el Belgrano o el Evita. O clubes de fútbol como el Independiente, que tienen cancha y sede social, además de la camiseta roja de nuestra selección. Los apellidos más comunes entre los chilenos de la ciudad son Mancilla (existe escrito con c y con s) y Vera. Muchos políticos locales exitosos nacieron en Chile o son hijos de chilenos.

El Propio ex presidente argentino Néstor Kirchner, oriundo de Gallegos, es hijo de chilena: María Ostoic, una puntarenense descendiente de croatas. Buena parte de los chilenos más antiguos de la ciudad dicen haberse topado con Kirchner en algún evento social, en un restorán, en la calle. “Sus colaboradores más cercanos siempre fueron chilenos”, dice Néstor Argel, un hombre de 49 años nacido en Calbuco, que traspasó la frontera a los 21. “Es una figura muy potente”.

La avenida principal de la ciudad ya no se llama Roca. Se llama Dr. Néstor Carlos Kirchner. Hijo de una “chilota”.

El 18 de septiembre de 1978, un cura español, conocido en Río Gallegos como el padre Juan, izaba una bandera chilena en el frontis de su iglesia. Con espanto, un grupo de militares argentinos le pidió bajarla. Se respiraban aires bélicos en la Patagonia argentina. El país estaba a punto de empezar una guerra con Chile por la soberanía de las islas Nueva, Picton y Lennox. Exponer un pabellón chileno en un edificio de uso público parecía una burla, un autogol, un haraquiri.

Lo amenazaron y estuvo a punto de irse detenido. Un general en la calle le dijo que “si no era cura, le traspasaba una bala”. El padre Juan cuenta la historia en el obispado, donde se recupera de una neumonía que lo tuvo al borde de la muerte. Tiene 84 años, de los cuales ha pasado 45 en Río Gallegos. Aunque es español de nacimiento, dice sentirse un “chilote más”.

“Siempre me identifiqué con los más pobres, los que llegaban a trabajar y hacer una nueva vida”, dice. Y recuerda cómo tuvo que ir a sacar a hombres chilenos a la cárcel durante los meses en que la tensión entre Argentina y Chile era alta. “En los barrios, los militares les daban leche a los chicos mientras por otro lado arrestaban a los padres. Muchos fueron a parar a la frontera y otros a la cárcel”.El único delito era ser chileno ad portas de una guerra.

Ese fue el momento cúlmine del “chiloteo” en Río Gallegos, porque antes ya habían existido otros momentos difíciles. En 1976, cuando asumió el gobierno militar, todos los chilenos fueron exonerados de los cargos públicos que ostentaban. “A mi padre le pasó”, cuenta Juan Carlos Cárdenas, quien llegó a Argentina con apenas tres meses. Aunque nació en Chile y es presidente del club social Independiente, conocido como el club de los chilenos, se siente definitivamente más argentino, algo común entre los que llegaron a Gallegos muy niños y también en los hijos de chilenos nacidos aquí. Cárdenas cuenta que de todas formas ha tenido que enfrentar el “chiloteo”, y que la única manera de pararlo es con carácter fuerte.

“El chiloteo es una forma de desprecio, que ha bajado en intensidad, pero todavía existe”, explica Antonio Pena, el cónsul chileno. “Aquí me llegan casos de agresiones físicas, de insultos en el trabajo, en el colegio. A mi propia hija la tuve que cambiar de escuela, porque el trato se hizo insostenible. Pero todo depende del grupo. A mi otra hija la recibieron muy bien, a tal punto que la nombraron abanderada de curso”.

Ramiro Kröeger, chileno y dueño del bar más antiguo de la ciudad, Los Vascos, ha vivido 64 de sus 80 años en Argentina. Para él, lo bueno supera con creces lo malo. A su bar llegan las viejas glorias de Río Gallegos, que se mezclan con hombres más jóvenes a conversar. El lugar es un club de Toby y sus clientes, sus amigos. En las murallas cuelgan condecoraciones y cuadros, entre ellos un paisaje chilote. Kröeger nació en Castro y su familia todavía tiene un campo entre esa ciudad y Chonchi. Saca el cuadro y lo muestra con orgullo. El paisaje es su casa, su terreno en la isla. La voz le tiembla. A pesar del acento, de sus maneras gauchas, Kröeger no olvida. Ha vivido toda una vida en Argentina, pero si la selección local juega con la de Chile, él va por Chile. Para el 78 se mantuvo expectante, pero nada le ocurrió. “Si uno actúa correctamente, no tiene nada de que temer”, dice. “Incluso para el 82, para la guerra de las Malvinas, me designaron jefe de manzana. Fue un gran orgullo”.

Su papel era asegurarse de que Río Gallegos estuviera en la oscuridad absoluta cada noche durante los tres meses que duró ese conflicto. Era una forma de evitar un potencial bombardeo inglés. Y Kröeger, el chileno, debía asegurarse de que la luz de ningún vecino de su manzana se colara hacia el exterior.

Gumercindo Pacheco extrañaba su país cuando llegó al entonces pequeño pueblo de Río Gallegos. Pero un par de años después, se afirmó. Y subió como la espuma. Sin cumplir la mayoría de edad, entró a trabajar como auxiliar a Argensud, una empresa del retail de la época. Luego fue contador, sub-gerente y gerente de una gran tienda de materiales de construcción: El Tehuelche. Incluso, tuvo participación en la sociedad por varios años. Hasta que la vendió para instalarse con el servicentro más grande de la ciudad, un miniimperio que, además, comprende garaje de repuestos, cambio de neumáticos y lavado de autos.

Pacheco cumplió el sueño argentino.

Muchos otros, aunque con menor éxito, se sumaron. Néstor Argel es guardia de seguridad de un edificio público. Para conversar, ofrece llevarme a su casa, donde está el resto de su familia. Y al pasar a recogerme, aparece manejando una camioneta 4×4 japonesa casi nueva, un auto exclusivo en un mercado como el argentino, donde predominan los autos americanos y europeos.

 

Argel es casado con una chilena, pero sus tres hijos son argentinos. Mientras maneja y habla de sus orígenes, escucha a Américo. Argel pertenece a la última gran oleada de inmigrantes, la que llegó en los 80.

Su casa en el barrio chileno de Belgrano parece simple desde afuera, pero hay algo que llama la atención: hay tres autos estacionados, todos de su grupo familiar. Adentro, la casa es más bien sencilla. No hay cuadros. El televisor del pequeño living comedor es viejo. También los muebles.

Su señora, Lidia Manquicheo, cuenta que se instalaron con una rotisería, que en argentino significa un lugar donde venden pizzas, empanadas, carne y papas fritas para llevar. Es el negocio familiar y trabajan duro. Los hijos la ayudan en sus horas libres.

“Acá el chileno llegó para laburar, a hacer los trabajos que los argentinos no querían hacer”, cuenta Manquicheo. “Ellos te chilotean, pero igual después te buscan para trabajar”.

Argel, además de ser guardia, trabaja en su tiempo libre como contratista. Su casa la fue construyendo él mismo, y dice que muchos de los chilenos lo hicieron así: levantaban paredes los fines de semana, mientras los argentinos se dedicaban a hacer asados.

En pleno centro de Río Gallegos trabaja Luis Zamorano. Como Argel, Zamorano llegó a Gallegos desde Calbuco. Fue el 73, cuando tenía 21 años. “Sin razones políticas”, aclara.

Zamorano trabaja en el mejor restorán de carnes de la ciudad desde hace 35 años. Ahí le dio de comer a Kirchner y a Cristina. Como garzón, él también cumplió su sueño argentino. “Hasta el día de hoy tengo un buen nivel de vida, una casa pagada. Los jefes te premian si trabajas bien. Yo nunca falté a trabajar y eso se nota a la hora de pagar”.

Pero estas certezas no siempre estuvieron tan claras.

¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntaba un joven y desorientado Gumercindo Pacheco en la costanera de Río Gallegos. Hoy, 59 años más tarde y sin sacudirse del todo la nostalgia, todavía se encuentra mirando hacia el Atlántico.

Fuente: latercera.com

 

 

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