La caída del muro de Berlín: lecciones de un trastorno
Publicado por El Mostrador el 10 de Noviembre de 2009
Opinión
La falta de debates públicos y análisis sobrios sobre el pasado (incluido el reconocimiento de los crímenes contra la humanidad de las autoridades en las dictaduras comunistas), son una silenciosa fuente de malestar que facilita la ascensión al poder de nuevos demagogos. Un claro ejemplo de ello es el régimen de Vladimir Putin en Rusia.
Por Vladimir Tismaneanu*
Han pasado dos décadas desde los extraordinarios acontecimientos comúnmente conocidos como "el trastorno del Este", la dramática cadena de eventos que llevó a lo que muchos de nosotros creyó impensable: el colapso de los regímenes comunistas y el final de un sistema que parecía destinado a la eternidad. A pesar de los juicios restropectivos más críticos, las revoluciones de 1989 plasmaron nuestras más profundas aspiraciones ya que estas despedazaron categóricamente el leninismo y abrieron el camino para la realización personal de los ciudadanos de Europa del Este. No obstante, sin lugar a dudas, el legado más importante que esos increíbles sucesos nos legaron fue la reevaluación de una nueva idea, "el concepto de ciudadano".
En efecto, los nuevos desafíos a enfrentar luego de la caída del comunismo se centraron fundamentalmente en los conceptos de civilidad y responsabilidad (responsabilidad cívica) ya que las más importantes relaciones sociales, como la política y la cultura, quedan atadas, de una manera u otra, a conceptos y definiciones ligadas a lo que significa ser un ciudadano. Las consecuencias inmediatas a los eventos de 1989 nos dejaron dos posibles caminos a seguir: el camino de la responsabilidad y participación (cívica) o el del desinterés y apatía cívica. Por ello, el brillante concepto formulado por Ralf Dahrendof, "Ciudadanos en busca de un sentido", captura perfectamente el sentimiento de esos años. El desafío al que nos vimos enfrentado era el de no solo ser capaces de construir una sociedad política basada en la verdad y la moral, sino que además estos valores se plasmasen en instituciones confiables y predecibles.
Las sociedades post-comunistas no son perfectas, pero, en las palabras del historiador polaco Adam Michnik, están hechas de ciudadanos comunes y corrientes que se ven enfrentados a conflictos "normales". Ken Jowitt argumenta que para sobrevivir "la democracia necesita héroes comunes". En el ethos democrático subyace una contradicción y una paradoja: sin heroísmo, las virtudes públicas no pueden ser mantenidas ya que gradualmente se van degenerando en un meticuloso calculo social, económico, y político sembrado por el egoísmo. El individuo es reemplazado por el yo. Sin embargo, al mismo tiempo, el líder carismático se aborrece y es incapaz, de apreciar democráticamente las deficiencias de la gente promedio".
Las revoluciones de 1989 destruyeron el antiguo régimen, pero también dieron espacio para la ardua y difícil construcción del extraño, ajeno y desconcertante mundo de la democracia liberal. Esta "Ruta de Damasco" de las transiciones llevaron a los países de Europa de Este a desencantarse con las "extravagantes esperanzas de un mundo nuevo caracterizado por la libertad de expresión, igualdad, y fundamentalmente por la democracia. Sin embargo, esto no significó el fracaso de estas transiciones. Muy por el contrario, estas abrieron el camino para la normalidad democrática y la revitalización de una sociedad que aún vive con el estigma de la experiencia comunista totalitaria. Finalmente lo que prevaleció fueron instituciones democráticas, no formas apocalípticas de radicalismo. La mal llamada "revolución moral" proclamada por los gemelos Kaczynski en Polonia, no condujeron a una catarsis nacional. Al contrario, la gente expresó su fatiga, exasperación e irritación al descubrir una farsa de manejo político con tintes populistas.
Inmediatamente después de 1989 la realidad de la región era inevitablemente ecléctica. El vacío dejado por la estrepitosa caída del leninismo fue gradualmente reemplazado por tradiciones pre-comunistas y comunistas: nacionalismos (cívico o étnico), neo-leninismos y cuasi-fascismos. No es de extrañarse entonces, que durante los últimos 20 años hayamos sido testigos de una serie de innumerables creencias y partidismos políticos de las más variadas tendencias. De alguna manera se podría decir que la antigua Unión Soviética sigue siendo un lugar para experimentos políticos.
Un aspecto que aún se destaca en la mayoría de la región es el problema de su incapacidad para manejar y lidiar con su pasado totalitario. Sin lugar a dudas, éste ha demostrado ser el impedimento más formidable para lograr establecer una conexión duradera entre democracia, memoria, y activismo cívico. A pesar de todo, pienso que uno todavía puede ser capaz de remodelar tanto la identidad colectiva como la individual bajo la base de las lecciones negativas que nos ha entregado la historia. Además del traumático legado totalitario de Stalin, todos los países de Europa del Este han tenido y siguen viviendo con lo que Tony Judt llama "el velo gris de la ambigüedad moral", que fue la principal característica del experimento soviético conocido como "socialismo con cara humana". Estas sociedades y la mayoría de sus ciudadanos aún son perseguidos por lo que guarda su conciencia en relación al pasado. Una nueva solidaridad basada en el deber del recuerdo esta todavía "in situ", pero su existencia se ve sujeta al avance de metas políticas que están por encima de las prioridades actuales, presas de una transición turbia e interminable.
Sin embargo, los efectos negativos arraigados en una amnesia social no pueden ser subestimados. La falta de debates públicos y análisis sobrios sobre el pasado (incluido el reconocimiento de los crímenes contra la humanidad de las autoridades en las dictaduras comunistas), son una silenciosa fuente de malestar que facilita la ascensión al poder de nuevos demagogos. Un claro ejemplo de ello es el régimen de Vladimir Putin en Rusia. Uno de los ingredientes esenciales de su "democracia controlada" es la institucionalización de la amnesia, la falsificación y distorsión de la historia del siglo XX, en beneficio del pasado soviético, y en particular, del genocidio estalinista.
En su relato de la historia post-guerra de Europa, el historiador Tony Judt escribe que el post-comunismo trajo consigo un nuevo "lenguaje público carente de sentido alguno e importancia para mucho ciudadanos de Europa del Este". Sin embargo, uno no puede olvidar que las ilusiones de 1989 fueron de vital importancia para derrotar al "leninismo". Ese fue el año en que los ciudadanos de Europa del Este dejaron de temer, cuando su frustración moral e impotencia política desaparecen, recuperando así un lugar central en la esfera política. La prueba más contundente de esto último, es que la mayoría de los terribles y pesimistas vaticinios en la región, alimentados por la guerra en Yugoslavia, resultaron ser erróneos. En su lugar, las lecciones de los trastornos de 1989 sirven como irrenunciable evidencia de los valores que actualmente consideramos definen una democracia.
*Vladimir Tismaneanu es profesor de política en la Universidad de Maryland en Estados Unidos y autor de numerosos libros, incluidos: Reinventing Politics: Easern Europe from Stalin to Havel and Fantasies of Salvation: Democracy, Nationalism, and Myth in Post-communist Europe.
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