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El liderazgo de Michelle Bachelet

El liderazgo de Michelle Bachelet

13 de Octubre de 2009

Opinión

Es simplemente delirante que alguien pueda suponer un minuto que Michelle Bachelet pueda endosarle su popularidad a Frei. Es imposible, porque se mueven en planos muy distintos. Aunque asuma el papel de jefe de campaña, aunque todo su gabinete se instale en el comando, yerra profundamente quien crea que puede generar efectos políticos, pues su liderazgo no responde a esa lógica. Su popularidad sólo le es útil a ella, y la única consecuencia posible de su apoyo directo a Frei es la de arriesgar su propia imagen en reyertas de barrio.

Por Daniel Mansuy*

El Mostrador

En muchos sentidos, los altos índices de respaldo que obtuvo Michelle Bachelet en la reciente encuesta Adimark son misteriosos. El mismo Roberto Méndez habla de una suerte de estado de encantamiento de los chilenos en su relación con la Jefa de Estado. Y, en efecto, un 76% de aprobación es una cifra más bien rara en las democracias contemporáneas, lo que nos sugiere que se trata de un fenómeno difícil de explicar con categorías tradicionales. Recordemos además que la primera parte de su mandato fue particularmente débil, con muchas más dudas que certezas y muchos más problemas que soluciones. A pesar de un inicio titubeante, Bachelet  se apresta a terminar su mandato canonizada por la opinión pública de un modo aún más marcado que su antecesor, si cabe.

De hecho la comparación entre Lagos y Bachelet es tentadora, y la pregunta surge de inmediato: ¿la popularidad de Michelle Bachelet tendrá el mismo destino que la de Ricardo Lagos? Recordemos que el fundador del PPD salió de La Moneda aplaudido de modo unánime por todos los sectores, pero a los pocos meses fuimos descubriendo que tras su talento oratorio y su capacidad narrativa se escondían demasiadas negligencias inexcusables. Usando sus propias palabras: se escondía tanta hojarasca que su imagen pública terminó muy resentida. Por lo mismo, Lagos se bajó de la carrera presidencial antes de subirse pues intuía que, como candidato, estaría obligado a dar muchas más explicaciones que las que su temperamento le permite. Así, a falta de tenerlo en la carrera presidencial, hemos tenido a un Lagos jefe de campaña de su hijo, dispuesto a entrar en las cocinerías más bajas de la política con tal de lograr un poco de figuración: algo decepcionante si acaso es el cierre de su carrera política.

Pero el liderazgo de Bachelet es muy distinto al de Lagos, por lo que es difícil pensar que su popularidad vaya a derrumbarse como castillo de naipes como le ocurrió al ex mandatario. Allí donde Lagos era distancia y autoridad, ella es calidez y cercanía, y mientras Lagos disertaba pensando en los historiadores del futuro, Bachelet se dirige con sencillez al  chileno común y corriente. Y como se trata de un tipo de liderazgo que tiene poco de político estrictamente hablando, es difícil que se desvanezca por razones políticas. Esto queda claro si uno observa con detención los números de la encuesta Adimark: la aprobación en áreas particulares de la gestión gubernamental (salud, delincuencia, educación) no pasa de buena y es en algunos casos francamente mediocre. Hay una disociación entre el juicio del gobierno por un lado y de la figura de la Presidenta por otro: se da la curiosa paradoja de que la responsable suprema del país no es juzgada tanto por la calidad de su gestión como por sus características personales. Michelle Bachelet es mucho más que su propio gobierno, es casi distinta.

Uno de los efectos de esta situación es que Michelle Bachelet es inmune a las críticas políticas, y al mismo tiempo puede darse el lujo de intervenir en política sin pagar demasiados costos. Así, con frecuencia se refiere en duros términos a la oposición, asume a veces posiciones de izquierda dura o corre a saludar a Fidel Castro sin que nada de eso le haga mella. La gente no parece juzgarla por ese tipo de cosas. A la hora de las evaluaciones, Michelle Bachelet se transforma en una especia de ícono nacional, situada más allá del bien y el mal. Y poco importa que muchas de sus palabras no se condigan con esa imagen: Bachelet es cada vez más inmune a la política, incluso a la suya propia.

Pero su fortaleza es al mismo tiempo su debilidad: la popularidad de Michelle Bachelet es inoperante políticamente hablando. Sólo sirve para que su propia figura siga creciendo en los estudios de opinión. Ni siquiera los resultados de su gobierno tienen demasiada importancia en esta lógica. Prometió caras nuevas en el gobierno, y va a terminar gobernando con rostros no precisamente frescos. Anunció una renovación de cuadros en la coalición gobernante, y ahí tenemos a un Frei 2.0 intentando volver a La Moneda, secundado por jóvenes promesas: Juan Carlos Latorre y Camilo Escalona. Prometió un gobierno ciudadano, y todavía nos preguntamos qué diablos significa eso, más allá de algunas comisiones de dudosa eficacia. Sobre la marcha ha intentado construir, con cierto éxito, un mensaje en torno a la protección social. Pero lo ha hecho sin preguntarse si acaso la economía chilena es lo suficientemente sólida como para sustentar algo así con independencia del precio del cobre. Tampoco parece considerar que, aunque el Estado debe asumir un rol social, no es poniendo el acento en el asistencialismo que nuestro país podrá acercarse al desarrollo. Por otro lado, ha hecho poco y nada por enfrentar, no digo resolver, uno de los problemas más urgentes de Chile: la modernización del Estado. En parte por evitarse un conflicto sangriento con las dirigencias oficialistas y en parte por falta de ganas, Michelle Bachelet prefirió dejar el Estado chileno tal como lo recibió, con gravísimas dificultades de gestión y plagado de operadores políticos cuyo único mérito es militar en el partido correcto.

Tampoco ha podido sacar adelante reformas difíciles: recordemos que ni siquiera intentó convencer a los parlamentarios de la Concertación de eliminar el binominal tras el informe de la comisión Boeninger, y hace poco abandonó la idea de una reforma laboral. Perdió la mayoría en ambas cámaras, y no pareció importarle mucho. No hizo nada por evitar el surgimiento de una candidatura paralela que nació en su propio partido. Quizás el mejor testimonio de su inoperancia política sean los ministros Viera Gallo y Pérez Yoma: ahí tenemos a hombres inteligentes y de  trayectoria, pero que, desprovistos de medios políticos como para sacar adelante alguna agenda, quedan reducidos a un triste papel considerando sus antecedentes.

Por todo esto, es simplemente delirante que alguien pueda suponer un minuto que Michelle Bachelet pueda endosarle su popularidad a Eduardo Frei. Es imposible, porque se mueven en planos muy distintos, por no decir opuestos. Aunque asuma el papel de jefe de campaña, aunque todo su gabinete se instale en el comando y aunque multiplique sus intervenciones, yerra profundamente quien crea que puede generar efectos políticos, pues su liderazgo no responde a esa lógica. En último término, su popularidad sólo le es útil a ella, y la única consecuencia posible de su apoyo directo a Frei es la de arriesgar su propia imagen en reyertas de barrio.

Por cierto, queda abierta una pregunta: ¿podrá Michelle Bachelet conservar su popularidad para las elecciones de 2013? Vistas las cosas al día de hoy, es muy probable. Al menos habría que decir que tiene un capital inmejorable que, bien administrado, debería permitirle llegar al 2013 con posibilidades serias, si acaso lo desea. Aunque tampoco es tan descabellado pensar que, un día, su popularidad pueda esfumarse tan misteriosamente como llegó.

*Daniel Mansuy es Master en Filosofía y Ciencia Política.

 

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