Pamela Jiles: Mi abuela cumple cien años
"Yo me convertí en luchadora social porque me identifico con mis hermanas, las mujeres. Y sobre todo, porque creo en la justicia… Me parece que algo hicimos, pero a ustedes les queda en herencia la mayor parte de esta tarea inconclusa"
(Elena Caffarena)
Foto: Tomada de "Elena Caffarena. Un siglo, una mujer", publicación del Servicio Nacional de la Mujer, marzo 2003.
Me permití un título autorreferente sólo para desdecirlo en la segunda línea. A los diez años, yo sabía ya que esa mujer alta, rubia y delgada, con la que sostenía conversaciones de persona grande, en realidad no era mía.
Mi abuela es, ciertamente, una especie de abuela universal; la matriarca de un mundo progresista que a veces parece invisible, el modelo de cientos de feministas en Chile y otras comarcas, un monumento del Chile republicano aquel, en que fueron pocas las intelectuales "de buena familia" que entregaron sus talentos y capacidades a una opción nítida por los pobres y la justicia social. Elena Caffarena de Jiles, como se ha firmado toda la vida, es la abuela de todas y de todos los luchadores chilenos.
Curiosamente, hace una semana se han congregado algunos tributarios de ese mundo -sobrevivientes, derrotados o mejor ubicados- en La Moneda. Decidieron festejarla, en ausencia, porque ni a los treinta años ni ahora, que cumple un siglo, Elena disfrutó mucho de los homenajes.
Mujer práctica, mi heroína siempre prefirió los "resultados concretos y medibles" como cuando, por fin, votaron las mujeres chilenas en una elección -después de treinta años de una pelea que hoy parece surrealista-. Pero ocurrió la paradoja: a la mujer que redactó el proyecto de ley de voto político femenino se le prohibió votar.
Ella lo cuenta así: "Cuando se aprobó el voto femenino se hizo un acto solemne y publicitado, al que asistieron el presidente de la República, Gabriel González Videla, su señora, sus ministros, muchas personalidades, gente muy importante toda. Pero los miles de mujeres que habíamos propuesto la promulgación de esa ley y que habíamos luchado dos décadas por ella, no fuimos invitadas. Celebramos cada una en su casa, con nuestros hijos y nuestros maridos, trabajando como todos los días y soñando con un futuro más justo".
"Pocos días después, González Videla canceló mi inscripción en los registros electorales aplicándome la ’Ley Maldita’, porque yo defendía, en mi calidad de abogada, a cuarenta mujeres y sus más de cien hijos menores de edad que estaban prisioneros en el campo de concentración de Pisagua. Su único delito -el de las madres- era pensar distinto que el primer mandatario... El de los niños era, supongo, el de ser hijos de esas madres. Fui acusada entonces de comunista, de agitadora, de cabecilla de una revuelta... y me proscribieron".
UNA AGITADORA RUBIA
En estos días de rescate del olvido, varios me han preguntado cómo es mi abuela Elena. No sé muy bien cómo contársela a otros. Puedo decir que es una mujer tímida, quitada de bulla, mesurada, sobria. Desde chicas, a sus nietas nos dijo que una no tiene derecho a pasar de largo por la vida. A veces, le echo la culpa por inculcarnos esta tendencia a meternos en problemas o, como ella dice, a "enderezar curcunchos" y obsesionarse preferentemente con las camisas de once varas, cuando éstas valen la pena.
Mi abuela es una mujer moral, consecuente, que no se conformó con el destino de las burguesas de comienzos del siglo veinte, cuyo camino obvio era el de aprender a bordar, tocar el piano, vestir a la moda, bailar charleston y casarse bien.
Ella se casó con un hombre que le merecía respeto por inteligente y aguerrido. Se conocieron en una trifulca universitaria, cuando Elena pasó de manifestante a agitadora principal. Mi abuelo contaba que cuando estaba por entrar la policía a la casa central de la Universidad de Chile y se producía la consecuente estampida, vio a una rubia impecable subirse a una mesa y reorganizar a los manifestantes. Su atracción fue inmediata, duró cincuenta años, hasta la muerte de ese viejo chico, moreno, audaz, rotundo y malgenio que era mi abuelo Jorge Jiles.
Fui testigo de cómo él la miraba durante todos esos años, orgulloso de su espléndida rubia, que además era una brillante abogada, una de las diez primeras mujeres del país que estudió cuando se las separaba con una cortinita en las aulas universitarias, para que no "tentaran a los varones". Jurista destacada, autora de tratados que tienen vigencia hasta hoy, madre de tres hijos, abuela fanática de nietos y bisnietos, a los que permitió plácidamente quebrar cuanto jarrón y lámpara encontramos en nuestras correrías por la casona de Seminario, Elena ha sido una mujer que prefiere su casa a cualquier otro escenario y que ha arrancado a perderse, toda su vida, de los salones, bailoteos, embajadas, cargos, altares y presidiums.
Nunca pretendió tener una vida fácil. Consciente y responsable de su opción por la emancipación de los oprimidos, asumió de buen grado los costos de esa decisión. Nos ha dicho hasta el cansancio una frase que los nietos repetimos a coro: "Si quieres la felicidad de los estúpidos, nace en otra familia".
Como ambos eran exitosos profesionales, su situación material fue siempre próspera. Pero les tocó, como es natural en nuestro sistema para la gente como ellos, una cuota alta de persecución, prisiones, relegaciones y descrédito público. Había quienes encontraban especialmente insoportable que dos hijos de la burguesía se dedicaran a servir a los pobres, en vez de dedicarse cómoda y tranquilamente a disfrutar un buen pasar.
DE HERENCIA: UNA TAREA
Pero no sólo los del otro lado fueron incomprensivos con las causas que Elena Caffarena abrazó. En sus palabras: "En ese tiempo, y hasta hoy de cierto modo, resultaba muy obsceno hablar de emancipación. ¿Qué querían estas mujeres deschavetadas?, ¿buscaban un verdadero libertinaje?, ¿eran todas comunistas? Ningún partido, tampoco los progresistas, tenía mucho interés en aprobar el voto político para las mujeres, porque la respuesta electoral femenina era una incógnita. Ampliar la democracia resultaba riesgoso. Y a las que lo proponíamos se nos tildó de extremistas de Izquierda, de revoltosas".
La respuesta de Elena no sería breve. La formación de un movimiento amplio, pluriclasista, integrado por mujeres obreras y de clase media, analfabetas, prostitutas, artistas, intelectuales, dueñas de casa y profesionales, demoró décadas. Cada una de estas mujeres organizadas -fueron miles- se transformó en una activista, en el hogar y en la calle. "Nuestro objetivo no terminaba en obtener el derecho a concurrir a un acto electoral y manifestar una preferencia. Era también el derecho a ser candidatas, a ser elegidas, a expresar directamente las necesidades de las mujeres, y ampliar la base de la democracia en Chile que estaba reducida, por lo menos, a la mitad".
La abuela suele contextualizar esta historia con algunos detallitos, como señalar que hasta unos pocos siglos atrás se debatía acaloradamente si las mujeres teníamos alma. Una vez dilucidado el punto, se discutió durante años si la inteligencia femenina era comparable a la de los varones. "En la historia, el estado más permanente de la mujer ha sido el de deficientes mentales o incapaces relativas. A mí me tocaron los días en que no teníamos derechos ciudadanos: no debíamos opinar en política, ni administrar nuestros bienes, ni era bien visto que pensáramos demasiado. Y si se trataba de una mujer pobre, peor", ha dicho Elena.
Ella hizo lo que tenía que hacer. Muchas veces llegaron de Nueva Zelandia, Dinamarca o la Cochinchina a entrevistarla. Creo haberla escuchado en cientos de oportunidades catetear con algo que para ella es lo central: "Sería un desatino no reconocer que hemos avanzado en esta batalla. Pero el riesgo de convertir en monumento a las mujeres que participamos en esta etapa, es creer, equivocadamente, que la tarea está concluida. En las casas y en las calles hay mujeres bastante más interesantes que yo, que están luchando todos los días y que tienen mucho que decir, de aquí para adelante". Menuda tarea nos hereda esta abuela universal.
Hasta hace pocos años, mi abuela era famosa familiarmente por caminar con paso tan rápido y decidido que era difícil seguirla. Un ejemplo: me pidió que la acompañara a la primera elección después de la dictadura. Ella iba de sombrero y pantalón, a paso veloz, como siempre. Estaba feliz, radiante, ese día. Yo, su lazarillo, la perseguí acezante durante veinte cuadras hasta que llegamos al local de votación. Allí querían hacerla pasar adelante, saltándose la fila, por respeto a sus años. Educada pero tajante, Elena le dijo a la mujer que intentaba facilitarle el camino: "Muchas gracias, mijita, pero yo no me pierdo ni un milímetro de este trayecto". Cuando salió de la caseta de votación ya se había corrido la voz de que la que estaba votando tenía que ver con que todas las demás tuviéramos ese derecho. La aplaudieron mientras salíamos. Eran sus mujeres, sus hermanas que la reconocían. De regreso a su casa de toda la vida, nos fuimos silenciosas. No había nada más que decir
PAMELA JILES
Revista Punto Final
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César -