Hasta siempre Mario Benedetti
Por Tito Tricot
Ya no recuerdo la última vez que lloré, o quizás sí, y por lo mismo prefiero olvidarlo. Es que a veces las lágrimas son lluvias minúsculas que nos anegan el alma y obnubilan la mirada hasta el último rincón del horizonte para calmar la tormenta del dolor. Y algo de eso sentí cuando supe de la muerte de Mario, gran compañero y hermano que nunca conocí, pero que desde siempre, creo, iluminó mis noches de desvelo. Era tal su simpleza, que era imposible no entenderlo y, acaso por eso, muchos alguna vez quisimos ser como él, a fin de cuentas era sólo asunto de sentarse a escribir las cosas sencillas de la vida y de la muerte y punto. Pero, su sencillez era una compleja estrategia que escondía una profunda sabiduría forjada a golpes de Uruguay, que son los golpes de América Latina, los exilios y desexilios, las dictaduras y democraduras. Y él ahí, al lado del pobre, del perseguido, del torturado, porque su palabra siempre irisó el vuelo de las mariposas, de aquellos que soñaban y luchaban por un mundo justo. Así estuvo solidariamente en las esperanzas y dolores de Cuba, Chile, Nicaragua, Argentina y todos los pueblos del mundo que bregaban por su libertad.
No es cierto que todos los muertos sean buenos, pero me asalta la impresión de que en el caso de Benedetti es verdad. Tal vez porque sus ojillos de duende parecían incapaces de odio alguno pero, sobre todo, porque jamás soportó la injusticia hasta el último suspiro. Y eso merece respeto en estos momentos infaustos cuando el faro de Alejandría es inútil para iluminar con su fuego ancestral el rumbo de los barcos extraviados en la niebla de este mundo al revés. Claro, porque pareciera que lo moderno, el progreso y el desarrollo van de la mano con el individualismo, la competitividad, la pobreza, la desigualdad, la marginalidad. Un mundo que premia el robo y a los banqueros especuladores con el dinero ajeno; donde Estados Unidos se erige como el adalid de la democracia y la libertad a punta de bombas y masacres. En fin, el mundo que gira el torno al lucro en lugar del sol, pero – Mario – sobreviviste la suerte de ver al primer presidente indígena en la historia del continente. Y no me cabe duda que habrás sonreído por entre tus espesos bigotes de abuelo cuando Evo Morales fue ungido mandatario de Bolivia en la ciudad de Tiwanaku. También, seguro, esbozaste otra descomunal sonrisa por Venezuela, Ecuador, El Salvador, que se yo, por esta América Latina e indígena que comienza a despertar en búsqueda de su verdadera independencia.
Y nosotros de ahora en adelante tendremos que aprender a despertar sin ti: sin tu poesía, tus novelas y canciones. Pero presiento que no será tan difícil, por tu eterna sencillez, la feroz desnudez de tu verbo, el candor del amor de tu vida, que es la búsqueda del amor de todos. Y, de alguna manera, el amor de mi vida tiene que ver contigo Mario, pues en el profundo océano de sus ojos esmeralda se dibujaba un faro antiguo que parecía llorar colibríes en una garúa interminable que encendía la noche, a pesar de una pena escondida por siglos. Y fue la llamarada azul de su mirada la que atravesó mis sueños y me enamoré irremediablemente y para siempre. Era virgen decía a quien quisiera escucharle y se alimentaba de luciérnagas para mantener viva la esperanza de un mundo más justo. Y yo le hablaba de Burkina Faso y de revoluciones remotas que nadie conocía o quería conocer. Y ella insistía que era virgen mientras hacíamos el amor en medio de la lluvia y yo sin creerle y ella sin importarle mientras nos besábamos con la ternura del amor de mi vida. Y la sigo queriendo, aunque poco se sabe de Burkina Faso y por eso te debo un café en algún rincón de Montevideo Mario Benedetti, hasta siempre.
Tito Tricot
Sociólogo
Director
Centro de Estudios de América Latina y el Caribe
CEALC
Chile
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