¿Quieren hablar de libertad de prensa?
Por Gabriel Fernández *
Hace un tiempo, tras una búsqueda que si bien no podría calificar de intensa bien podría llamarla sostenida, pude ver el programa 60 Minutos, en verdad mítico para la televisión norteamericana. Con pulcritud, aunque portando un dejo muy suave de ironía, el veterano presentador anunciaba que la emisión que nosotros --el resto del mundo, más o menos-- íbamos a observar, no alcanzaría jamás las pantallas de los Estados Unidos. Las autoridades, indicó el periodista, consideraron que el material ofrecido no resultaba conveniente para los espectadores. A continuación, se desplegó el espacio con sus bloques bien marcados y una imagen cuidada.
Los dos temas centrales del programa eran la miseria en los Estados Unidos y los familiares de caídos en la invasión a Irak. El primer punto era ilustrado con filmaciones en las cuales aparecían larguísimas colas de norteamericanos blancos esperando que, desde un camión de la seguridad social, les arrojaran comida.
De los numerosos testimonios surgidos entre los mismos protagonistas de la situación, surgía un hilván revelador: no se trataba de homeless o callejeros de variado origen. Eran familias comunes de raíz anglosajona, sin trabajo o con sueldos magros, cuyos ingresos promedio alcanzaban para el alimento durante la primer semana del mes.
El dramatismo del relato advenía más hondo cuando los empleados oficiales tiraban los paquetes y las personas se arremolinaban para tomarlos.
Al ojo del espectador, las escenas podían resultar más intensas que un combate, e inclusive que las persecuciones suscitadas durante el Katrina. Como en un buen filme, el costado insoportable para la ciudadanía media del Norte resultaba la familiaridad de los protagonistas, gente como uno --como ellos-- que configuraban una masa degradada en el hueco del sueño americano.
El otro tema era un mar de lágrimas y bronca condensada. Madres, padres, abuelos, hermanos de soldados caídos en Irak narraban los disparates que escucharon decir a los reclutadores cuando sus hijos "resolvieron" alistarse.
A diferencia del segmento anterior, casi todos los casos resultaban protagonizados por latinos de variado origen. Insistían en que las levas sucedían continuamente en sus barrios, que los muchachos en cuestión habían sido tentados con "un empleo en el Estado", que siempre se les planteaba de un modo u otro que así quedarían integrados al gran país.
Señalaban también que recién cuando estaba muy avanzada la admisión, con "papeles firmados" y todo, los jóvenes se enteraban que el empleo en el Estado tenía características militares. Y que muy luego terminaban por saber que resultarían enviados a ¡Irak! Varios testimonios brindaban un dato perspicaz: como el vínculo estaba concretado, si los jovenes se negaban a "cumplirlo" eran considerados desertores y traidores a los Estados Unidos de América.
Bueno, todo eso no pudo verse en los Estados Unidos de América. Tampoco tienen pantalla hoy las investigaciones de Michael Moore, ni los análisis, tan habituales en el resto del planeta aún en lugares poco proclives a la crítica, de estudiosos respetados como Noam Chomsky y James Petras, por sólo mencionar algunos ejemplos. Y ni hablar de intelectuales latinoamericanos o europeos que cuestionan el accionar oficial estadounidense. Imaginen el lugar asignado a los pensadores más genuinos de la vida política en los países árabes.
Pocos días después consulté a algunos colegas que transitaron durante un tiempo adecuado las tierras de aquél lejano país. Y me informaron que hasta los noticieros son sometidos a censura previa. El "vivo" al que estamos acostumbrados en casi todos los lugares, incluido el preocupante y concentrado panorama comunicacional argentino, está ausente, salvo casos muy previsibles.
Esto se nota en la CNN. Recién con el caso RCTV pudo sacar un par de cámaras a algunas calles, conociendo de antemano el decir de las minorías movilizadas en Caracas. Lo cierto es que la cadena internacional del Norte ya no aborda las voces públicas porque en cualquier lugar del planeta, donde hay una manifestación, hay insultos contra George W. Bush; se trate o no de alguna ingerencia directa de su gobierno.
La prestigiosa CNN lo resuelve con una linda pibita acompañada por una pizarra más o menos elegante y con imagen tecnológica, un puñado de conexiones con tal o cual corresponsal, y una seriada de paneos callejeros editados en los cuales --con algunas excepciones-- se licúan los contenidos de fondo sistemáticamente. Sólo la tilinguería militante de algunos especialistas permite que en la actualidad se siga elogiando la labor periodística de ese canal.
En este marco real los grandes medios han desplegado una tarea profunda para mostrar el caso RCTV, canal que fuera propiedad hasta la decisión del presidente Hugo Chávez, de una familia vinculada al narcotráfico y partícipe de las jornadas golpistas que pretendían anular el resultado de ocho elecciones democráticas previas, como un ataque a la libertad de prensa, de expresión, o peor, como una clara mostración del autoritarismo que arrasa América latina.
El problema para estas empresas es que en este continente, y en este país, la Argentina, somos unos cuantos pero nos conocemos bastante. Es razonable que se curen en salud, pues suelen recibir permisos indefinidos para renovar sus licencias así como abultadas pautas publicitarias: el ejemplo venezolano rasca donde pica, y abre las compuertas para que miles de personas se pregunten ¿porqué no?
La Sociedad Interamericana de Prensa, ese grupo de hampones al decir de don Arturo Jauretche, ha motorizado sus mejores hombres, es decir, los periodistas más corrompidos del planeta, para atacar un proceso independentista, justiciero, soberano, y endilgarle rasgos que bien podrían ser aplicados, como hemos visto, a la realidad comunicacional norteamericana.
Eso sí: uno guarda en el corazón cierta sensibilidad, y no puede dejar de conmoverse al observar el afán y la entrega de esas elegantes jóvenes venezolanas que, cual Catherine Fullop de cabotaje, derraman su angustia ante las cámaras. Debe ser duro para ellas y sus dulces familias vivir sin la RCTV. ¿Cómo superarán este trance? ¿Cómo llenarán el hueco cultural que les deja la barbarie?
Los populistas, que a veces también somos seres humanos, debemos condolernos de ese destino y comprender que la espiritualidad de esa gente merece tanto respeto como la de otras personas. Podemos sugerirles intentar la radicación en los Estados Unidos, por ejemplo, donde lograrán ver televisión día y noche, televisión de calidad, sin censura, con la información objetiva de último momento. Quizás no puedan sintonizar 60 Minutos, pero ¡algún precio hay que pagar por la libertad!.
* Director La Señal Medios / Director Periodístico Revista Question Latinoamérica
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