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En la mitad más triste del maldito corazón

En la mitad más triste del maldito corazón

Cuentos de verano

Ramón Díaz Eterovic nació en 1956 en Punta Arenas. Se hizo famoso por su personaje Heredia, un detective privado a la chilena cuya saga incluye varios libros, como “Ángeles y solitarios” (Premios Municipal de Santiago y del Consejo Nacional del Libro y la Lectura) y “Los siete hijos de Simenon” (Premio Las Dos Orillas del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, España). Ha sido traducido a varios idiomas. Hace pocos años, la saga de Heredia fue llevada a la televisión. Díaz Eterovic, además, ha escrito poemas, libros de cuentos y guiones para cine.

Por Ramón Díaz Eterovic

Si de algo estaba seguro era de que el asunto saldría bien y tendría suficientes monedas en los bolsillos como para mirar la vida desde la esquina del optimismo. Deseaba viajar a la playa, al encuentro del aire puro y, sobre todo, de unas horas junto al mar en compañía de Margarita. Ella no estaba al tanto del plan que había estudiado atentamente, atesorando en la memoria cada uno de sus detalles. Horas, cantidad de guardias, hábitos de los empleados y sus clientes. Datos que conocía desde la época en que había trabajado en el motel, rodeado del permanente olor a tabaco y amor urgente que encontraba en sus habitaciones. Durante ocho horas sólo veía entrar parejas y más parejas. Los hombres con una sonrisa a flor de labios, las mujeres algo cohibidas detrás de sus lentes oscuros. El trabajo era simple. Cuando la recepcionista anunciaba que alguna habitación se había desocupado, partía a limpiarla aperado de una bolsa de plástico y la aspiradora. De pieza en pieza, iba recolectando un botín de cigarrillos, restos de chocolates, condones sin uso, revistas pornográficas y monedas que los pasajeros olvidaban, apremiados por el fin de las tres horas que concedía el albergue transitorio. De vez en cuando encontraba una corbata o unos anteojos, y de no ser por la mala voluntad del administrador habría seguido atento al ir y venir de las pasiones. Cuando el tedio construía su red, caminaba por los pasillos escuchando los gemidos que llegaban de las habitaciones y no podía controlar una que otra exclamación de aliento que solía no ser del agrado de los clientes, que no comprendían mis afanes de hincha espontáneo. En otras ocasiones, cuando la clientela escaseaba, seducía a alguna de las camareras del motel y la llevaba a las piezas especiales; aquellas con ambientes selváticos, tahitianos o de paisajes lunares. Sólo que el administrador no entendió nunca mis esfuerzos por mejorar el clima laboral del motel y cuando me sorprendió por segunda vez en la caverna prehistórica fui despedido sin posibilidad de réplica ni de decir adiós al tiranosaurio de cartón piedra que decoraba la pieza. Desde entonces comencé a planificar la venganza.

Como requería de la ayuda de un cómplice, terminé conversando con Lorca, un pájaro de pocas luces, aficionado a robar medallitas en los buses. Lorca preguntó si podría dar un vistazo a las piezas, y como le dije que de eso se trataba, sonrió de oreja a oreja, y en sus ojos brilló esa lucecita extraña que recordaba haberle visto cuando íbamos a ver las películas eroticonas del Cine Mayo. Tal vez ese brillo debió alertarme, pero la sombra de la cerveza que bebíamos me impidió ver bajo el agua. El asunto fue programado para un día viernes, cuando la caja fuerte del motel solía estar bien provista. Cerramos el pacto y cada cual partió a esperar el día viernes, tan próximo y lejano a la vez. En la víspera de la gran noche volví a ver a Margarita, en una de esas pocas horas libres que le dejaban su trabajo y el cuidado de una tía anciana que frecuentemente le servía de pretexto para no llegar a nuestras citas. Conversamos acerca del viaje a la playa, y pese a que manifestó cierto entusiasmo, no dejó de llamarme la atención su negativa cuando la invité a reunirnos el día del asalto, a una hora en la que confiaba tener los bolsillos atiborrados de billetes.

La noche de la venganza, Lorca esperaba junto a la barra del bar en el que habíamos acordado juntarnos antes de la medianoche. Un sucucho sin fama que se defendía a punta de cervezas y de un caldo aceitoso que el dueño promovía como caldillo de congrio. Cuando estuve sentado frente a él, sonrió y me mostró por debajo de la mesa un revólver que lucía varias manchas de óxido.

–Quince lucas, compadre. La compré en el Persa Bío-Bío y tiene poco uso.

–Guarda esa cuestión. Si te llega a ver un tira, el negocio se nos va al carajo.

–Tranquilo, socito –respondió, cubriendo el revólver bajo su campera de cuero negro–. Sólo quería que supieras que voy preparado.

–Nada de tiros en el motel. Quiero un trabajo limpio.

–Confianza, socito, confianza.

–Recuerda que yo doy las órdenes.

–Pero, por si acaso, ya sabes que tengo con qué agitar el aire.

El motel tenía dos puertas de acceso. La principal, por la que entraban las parejas a pie o en vehículos; y una más pequeña, que ocupaban los empleados. La grande, por las noches era custodiada por Calderón, un carabinero al que habían dado de baja por su afición al vino tinto. Un sujeto malas pulgas y violento al que había visto varias veces expulsar clientes del motel. La entrada del personal era custodiada por Pérez, un vejete miope que arrastraba los pies. Entramos por la puerta pequeña y sin mayor inconveniente redujimos a Pérez y lo encerramos en la bodega del motel. Calderón, en cambio, puso algo de resistencia y tuve que darle tres golpes seguidos con el tonto de goma que había tenido el cuidado de llevar. Aun así, siguió pataleando y aunque no permití que Lorca le disparara, hice la vista gorda cuando le sacudió el bajo vientre con especial dedicación y puntería. El resto del personal, tres mucamas y un muchacho, se dejaron encerrar en una de las habitaciones. Los sentamos en unas sillas y, bien atados, pusimos frente a ellos un televisor conectado a la red interna de películas porno. Luego, ordené a Lorca subir al segundo piso del motel, donde se ubicaban las habitaciones más costosas, lo que aseguraba que sus ocasionales ocupantes portaran billeteras abultadas y algunas joyas fáciles de quitar.

El sistema que empleamos para el atraco fue simple. Lorca golpeó a la puerta de la primera pieza y yo, con voz suave, anuncié a sus ocupantes el servicio sorpresa del motel. Y al igual que en el dicho, la curiosidad mató al ratón. Un tipo despeinado y que se notaba había luchado para ponerse deprisa los pantalones, abrió la puerta y enfrentó la inesperada amenaza. El hombre intentó huir, pero adiviné sus intenciones y con un leve golpe en el rostro lo hice retroceder hasta el borde de la cama, donde la gordita que lo acompañaba no logró nunca decidir si debía gritar o llorar.

–Pedro, dile algo –balbuceó la gordita.

–Pedro, no digas nada –sentencié, al tiempo que hacía un gesto a Lorca para que registrara la chaqueta del hombre, que colgaba de una silla.

–Cuarenta mil pesos y tres tarjetas de crédito –informó Lorca después de hacer su trabajo.

–Bota el plástico y sigue con la cartera de la dama –agregué, sin ganas de prolongar la escena.

Veinte minutos más tarde habíamos encerrado a tres parejas en sus respectivas piezas, y la bolsa del botín lucía levemente abultada, lo que no era mal pronóstico considerando que aún faltaba limpiar la caja de fondos del motel. En las piezas siguientes encontramos a un matrimonio que celebraba sus diez años de casados y a una pareja de estudiantes universitarios que no tenían mucho para contribuir a nuestra causa, salvo un condón de segunda mano y dos boletos del Metro. Y en eso de entrar y salir de las habitaciones pudimos haber pasado la noche entera, a no ser porque a la fortuna se le ocurrió abandonar el motel antes de lo previsto. Cosas del destino o de la mala suerte. Acabábamos de golpear a la puerta de la pieza tahitiana cuando oímos gritos en la portería principal. Lorca corrió hacia el lugar. Pensé en imitarlo, pero en ese mismo instante se abrió la puerta y quedé frente a un barrigón que me observó sin atinar a decir nada. Puse en acción el tonto de goma y lo descargué sobre la cabeza del hombre. Un hilillo de sangre brotó en su frente, y aunque no perdió el conocimiento, quedó lo suficientemente aturdido como para dejarse conducir al interior de la pieza. Por unos segundos el hombre me dio lástima y hasta pensé en unas palabras de consuelo que lo libraran del dolor, aunque no del despojo de su billetera. Pero no pasó de ser una buena intención, interrumpida por dos gritos simultáneos. Uno, a mis espaldas, de Lorca; el otro, de Margarita, que me miraba desde la cama, con sus pechos montañosos al desnudo.

–Calderón se soltó y salió a llamar a los carabineros –escuché decir a Lorca. Portaba su pistola en la mano derecha y parecía buscar a alguien a quien apuntar.

–¿Qué haces aquí? –me preguntó Margarita, iniciando un reproche histérico, fuera de lugar.

No supe responder. Quedé mudo y estático, escuchando la sirena del radiopatrulla y los gritos de Lorca cuando salió de la pieza disparando a diestra y siniestra. Tuve la certeza de que el plan se iba al carajo al ver que Margarita recogía su ropa dispersa sobre la alfombra. Pensé en la brisa de una playa cualquiera hasta que vi entrar a dos policías en la habitación y sentí que un dolor extraño, de metal y fuego, se detenía en la mitad más triste de mi maldito corazón. LND


 

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