Cuando se chingó el Perú
Por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
De nada sirve el recuerdo de Miguel Grau y de Bolognesi: en cuatro años, 1879-1883, el Perú fue diezmado, su marina destruida, el ejército aniquilado, en Arica, Tacna, Chorrillos y Miraflores. La Lima virreinal, elegante, de bellas mujeres, era ocupada por soldados chilenos , provenientes de ciudades pequeñas y con olor a guano. Era la ocupación de Atenas por Esparta. Como nuestros valientes soldados eran ignorantes y bandidos no dejaron cáliz y otros objetos de oro por robar y que hoy visitan en la catedral de Santiago los emigrantes peruanos que, con razón, huyen de la miseria producida por el sinvergüenza japonés, Alberto Fujimori. Incluso, si recorremos la ciudad de Santiago, veremos unos leones que antes adornaban la bella ciudad de Lima.
La guerra del Pacífico es el origen de todos los resentimientos que han envenenado las relaciones entre Chile, Perú y Bolivia. Los especuladores ingleses, Thomas North, la casa Gibbs, y otros, compraron bonos a un 50% al arruinado Perú que, con el boom del salitre, se multiplicaron por diez o quince veces su valor de compra; North era el rey del salitre y se compraba, con toda facilidad, a los abogados yanaconas de la corrupta oligarquía chilena, al igual que hoy, la política y la ética andaban divorciadas. Julio Zegers, Carlos Walker, Enrique Mac Iver, Eulogio Altamirano, y muchos más, aprovechaban el poder en el parlamento para conseguir regalías para sus ambiciosos amos ingleses.
Con la guerra del Pacífico, no sólo se chingaron Bolivia y Perú, sino también el vencedor, Chile. En 1900, en el Ateneo de Santiago, el líder radical Enrique Mac Iver daba una conferencia sobre la crisis moral de la República: Chile había heredado la lepra que destruyó al Perú, es decir, la riqueza del salitre, que corrompió las costumbres republicanas. A veces me pregunto si no estamos pasando por algo parecido, con el caramelo regalado del alto precio del cobre. El profesor Alejandro Venegas, en 1909, escribió unas cartas al presidente Pedro Montt que, al igual que el profesor Ricardo Lagos, despertó grandes esperanzas en líderes progresistas, como el mismo Venegas, Enrique Molina y Luis Emilio Recabarren; su gobierno resultó un fiasco: el robo de las tierras salitreras por los políticos, el terremoto de Valparaíso, la Matanza de Santa María de Iquique, los amoríos de su bella mujer, Sarita del Campo con el dandy porteño, senador Guillermo Rivera y su muerte, en Bremen, terminaron de hundir su prestigio Por cierto que la historia no se repite y la gran primera dama Luisa Durán nada tiene de parecido a Sarita del Campo y el Maestro Lagos a diferencia del triste cara de sepulturero Pedro Montt como lo llamaba el original Federico Errazuriz termina su periodo reconocido por todos como el mejor presidente de Chile. Las cartas de Venegas acusaron la escandalosa diferencia entre ricos y pobres, en el Chile del Centenario. Mucho me temo que ocurrirá lo mismo en el Bicentenario, pero si siquiera tendremos un valiente Alejandro Venegas. Al igual que Mac Iver, nuestro profesor Venegas atribuía estos males al veneno (salitre), heredado del Perú.
En cada crisis surgen reaccionarios patrioteros que, en Perú, Chile y Bolivia se dedican a revivir los resentimientos incubados en pequeños sectores militaristas. No faltan los cabeza de chorlitos, especialistas en cuestiones militares, que se ponen a comparar los misiles de cada país, como si la guerra fuera un juego, si acudir a las armas fuera ético, En estos días, por desgracia, han reaparecido los adoradores de los regímenes militares que vuelven a alabar a las fuerzas armadas y a vilipendiar a los que ellos llaman ilusos latinoamericanistas, entre los cuales me cuento, a mucha honra.
Nuestras relaciones con los vecinos Perú y Bolivia han sido siempre desastrosas: con Perú, mas de cuarenta años fueron dominados por los avatares de la decisión, respecto a las ciudades cautivas: Tacna y Arica; don Arturo Alessandri, el catilina chileno, era muy hábil en materia de fraudes electorales y estaba convencido de que con hacer votar a unos pocos muertos y robarse las urnas, Chile ganaría un plebiscito en Tacna y Arica. Antes, el gobierno del macuquero especulador de la bolsa, Juan Luis Sanfuentes, había nombrado como ministro de guerra a uno de los tantos huasos ladinos, don Ladislao Errázuriz, quien inventó una guerra con Perú para alejar al ejército, en ese tiempo partidario del Lenin chileno, Arturo Alesandri. Las víctimas de los jovencitos patrioteros fueron los anarquistas de la federación de estudiantes de la Universidad de Chile, cuyo local fue asaltado y quemado. Carlos Vicuña Fuentes, que se atrevió a proponer la entrega de Tacna y Arica al Perú, fue perseguido y exonerado como profesor; a lo mejor, si reviviera, le pasaría lo mismo.
Nuestro país quiso chilenizar Tacna y Arica: llevó profesores, sacerdotes, abogados, -no pocos tinterillos- médicos y otros profesionales, y audaces empresarios, a colonizar a estas ciudades del norte. En Tacna se desarrolló la infancia de Salvador Allende: su padre, del mismo nombre, era un poeta satírico genial; escribió un verso que parecía una alabanza al tirano peruano, Augusto Legía, pero se hacía el acróstico, aparecía un tremendo insulto. Don Salvador Allende Castro efectuaba fiestas pantagruélicas en la Tacna, en ese tiempo chilena.
Tres soluciones se planteaban para resolver el problema de Tacna y Arica: la primera, regalar a Bolivia las dos ciudades; la segunda repartirlas, Arica para Chile y Tacna para el Perú; la tercera, solicitar el arbitraje de Estados Unidos y llamar a un plebiscito, por medio del cual se decidiera el destino de ambas ciudades. En 1929, el plebiscito decidió que Arica quedaba para Chile y Tacna para el Perú.
Es evidente que los conflictos de la frontera norte chilena no pueden ser bilaterales, son siempre trilaterales. Es la errónea política de la Cancillería la que nos ha llevado a plantear el problema de la salida al mar, de Bolivia, como bilateral, cuando cualquier solución territorial del problema exige el acuerdo entre Chile, Perú y Bolivia.
Por consiguiente, es multilateral. Siempre Chile quiso dar salida al mar a Bolivia: antes del tratado de 1904, les quiso ceder Tacna y Arica, que no eran chilenas, cuya soberanía debía ser resuelta 10 años después del Tratado Ancón, 1883. Posteriormente Chile propuso entregar a los bolivianos Camarones, Caleta Víctor o Pisagua; por apresurado, nuestros hermanos perdieron la oportunidad. Por lo demás, la franja entre la línea de la Concordia no podía ser cedida a la soberanía boliviana sin acuerdo con el Perú. Aquí se halla una de las raíces de la súbita explosión nacionalista, respecto de las fronteras marítimas, provocadas por el impopular presidente Toledo.
Al parecer, nuestras relaciones con Bolivia estaban en franca mejoría; es evidente que, más temprano que tarde, tendrá que solucionarse el tema de la mediterraneidad boliviana, pero como siempre se mezclan los conflictos de política interna, la impopularidad de los gobiernos y la inestabilidad política, el presidente Toledo saca del sombrero el conflictivo tema de las fronteras marítimas.
Pienso que nuestra política respecto a nuestros hermanos latinoamericanos no puede ser más errónea. No sé cuándo se nos ocurrió que eran los íntimos amigos del guerrero Bush, socios privilegiados de la Unión Europea y de los países asiáticos. No recuerdo el nombre del genio que se le ocurrió que en pocos años abandonaríamos América Latina y seríamos esos rubios que soñaba Nicolás Palacios, autor de La raza chilena que, con razón, escandalizaba al vasco Miguel de Unamuno. A los peruanos, a los bolivianos y al resto de los países de América latina, los mirábamos como indios, patipelados e incapaces de tener gobiernos estables. Los tiranos de estos países eran el hazmerreír, el único bueno, que robaba y mataba de verdad, era Daniel López Pinochet.
Nuestra política en América Latina se limitaba a responder a los acontecimientos: éramos incapaces de anticiparnos ante cualquier situación difícil, no proponíamos nada, salvo Tratados de libre Comercio, que permitieran a nuestros jaguares chilenos inaugurar Luchetti, Falabellas, Lan y Yumbos, en las distintas capitales de Latinoamérica. Nos creíamos los cartagineses y no nos importaba nada rayar muros incásicos, mostrar videos humillantes sobre Lima, en los vuelos de Lan y defender a los ricos epulones, entre ellos al Sr. Luksic, que sólo está llamado a declarar por tribunales de justicia democráticos, de un país hermano, además, de la venta de armas al Ecuador. De nuevo nos pisamos la cola, pues Lázaro Frei salvó a Pinochet de un justo castigo, sosteniendo la soberanía de nuestros tribunales; ¿este argumento no vale para el Perú?
Ni Chile, ni Perú van a ganar nada con este irracional conflicto. Justo cuando América Latina está pasando por su mejor época, cuando vendemos el petróleo, el cobre, el gas, el café, el azúcar a precios estratosféricos, vuelven los torpes conflictos limítrofes, en un mundo globalizado. ¿Cómo se nos puede ocurrir recurrir a un club de bailes folclóricos, financiados por el tío Sam, como la OEA, para resolver conflictos fronterizos? Me temo que, de nuevo, dejaremos pasar la oportunidad de construir la América con que soñaba Simón Bolívar.
03 de noviembre de 2005
La palabra chingó puede ser asimilada, según Mario Vargas Llosa, a frustración, fracaso o intento fallido. No se chingó el Perú cuando Francisco Pizarro, aprovechándose de la guerra civil, apresó a Atahualpa; tampoco cuando estuvo bajo el dominio de afeminados virreyes, menos cuando el tribunal de la inquisición se dedicaba a encarcelar a curitas solicitantes, que aprovechaban las confesiones de las empleadas domésticas para gozar a sus amas, en la sacristía, según cuenta el sabio José Toribio Medina, que tenía la costumbre chilena de robarse cuanto encunable encontraba; tampoco pudo destruir al Perú el mariscal Andrés de Santa Cruz, que intentó revivir el imperio inca, menos la gorda Isabel II de España que, vengativamente, invadió las islas chibchas provocando el rechazo y la solidaridad latinoamericana: el quijotismo que tanto desesperaba a don Francisco Encina. Fue la guerra del Pacífico la que chingó al Perú, manteniéndolo en constante sopor hasta nuestros días.
De nada sirve el recuerdo de Miguel Grau y de Bolognesi: en cuatro años, 1879-1883, el Perú fue diezmado, su marina destruida, el ejército aniquilado, en Arica, Tacna, Chorrillos y Miraflores. La Lima virreinal, elegante, de bellas mujeres, era ocupada por soldados chilenos , provenientes de ciudades pequeñas y con olor a guano. Era la ocupación de Atenas por Esparta. Como nuestros valientes soldados eran ignorantes y bandidos no dejaron cáliz y otros objetos de oro por robar y que hoy visitan en la catedral de Santiago los emigrantes peruanos que, con razón, huyen de la miseria producida por el sinvergüenza japonés, Alberto Fujimori. Incluso, si recorremos la ciudad de Santiago, veremos unos leones que antes adornaban la bella ciudad de Lima.
La guerra del Pacífico es el origen de todos los resentimientos que han envenenado las relaciones entre Chile, Perú y Bolivia. Los especuladores ingleses, Thomas North, la casa Gibbs, y otros, compraron bonos a un 50% al arruinado Perú que, con el boom del salitre, se multiplicaron por diez o quince veces su valor de compra; North era el rey del salitre y se compraba, con toda facilidad, a los abogados yanaconas de la corrupta oligarquía chilena, al igual que hoy, la política y la ética andaban divorciadas. Julio Zegers, Carlos Walker, Enrique Mac Iver, Eulogio Altamirano, y muchos más, aprovechaban el poder en el parlamento para conseguir regalías para sus ambiciosos amos ingleses.
Con la guerra del Pacífico, no sólo se chingaron Bolivia y Perú, sino también el vencedor, Chile. En 1900, en el Ateneo de Santiago, el líder radical Enrique Mac Iver daba una conferencia sobre la crisis moral de la República: Chile había heredado la lepra que destruyó al Perú, es decir, la riqueza del salitre, que corrompió las costumbres republicanas. A veces me pregunto si no estamos pasando por algo parecido, con el caramelo regalado del alto precio del cobre. El profesor Alejandro Venegas, en 1909, escribió unas cartas al presidente Pedro Montt que, al igual que el profesor Ricardo Lagos, despertó grandes esperanzas en líderes progresistas, como el mismo Venegas, Enrique Molina y Luis Emilio Recabarren; su gobierno resultó un fiasco: el robo de las tierras salitreras por los políticos, el terremoto de Valparaíso, la Matanza de Santa María de Iquique, los amoríos de su bella mujer, Sarita del Campo con el dandy porteño, senador Guillermo Rivera y su muerte, en Bremen, terminaron de hundir su prestigio Por cierto que la historia no se repite y la gran primera dama Luisa Durán nada tiene de parecido a Sarita del Campo y el Maestro Lagos a diferencia del triste cara de sepulturero Pedro Montt como lo llamaba el original Federico Errazuriz termina su periodo reconocido por todos como el mejor presidente de Chile. Las cartas de Venegas acusaron la escandalosa diferencia entre ricos y pobres, en el Chile del Centenario. Mucho me temo que ocurrirá lo mismo en el Bicentenario, pero si siquiera tendremos un valiente Alejandro Venegas. Al igual que Mac Iver, nuestro profesor Venegas atribuía estos males al veneno (salitre), heredado del Perú.
En cada crisis surgen reaccionarios patrioteros que, en Perú, Chile y Bolivia se dedican a revivir los resentimientos incubados en pequeños sectores militaristas. No faltan los cabeza de chorlitos, especialistas en cuestiones militares, que se ponen a comparar los misiles de cada país, como si la guerra fuera un juego, si acudir a las armas fuera ético, En estos días, por desgracia, han reaparecido los adoradores de los regímenes militares que vuelven a alabar a las fuerzas armadas y a vilipendiar a los que ellos llaman ilusos latinoamericanistas, entre los cuales me cuento, a mucha honra.
Nuestras relaciones con los vecinos Perú y Bolivia han sido siempre desastrosas: con Perú, mas de cuarenta años fueron dominados por los avatares de la decisión, respecto a las ciudades cautivas: Tacna y Arica; don Arturo Alessandri, el catilina chileno, era muy hábil en materia de fraudes electorales y estaba convencido de que con hacer votar a unos pocos muertos y robarse las urnas, Chile ganaría un plebiscito en Tacna y Arica. Antes, el gobierno del macuquero especulador de la bolsa, Juan Luis Sanfuentes, había nombrado como ministro de guerra a uno de los tantos huasos ladinos, don Ladislao Errázuriz, quien inventó una guerra con Perú para alejar al ejército, en ese tiempo partidario del Lenin chileno, Arturo Alesandri. Las víctimas de los jovencitos patrioteros fueron los anarquistas de la federación de estudiantes de la Universidad de Chile, cuyo local fue asaltado y quemado. Carlos Vicuña Fuentes, que se atrevió a proponer la entrega de Tacna y Arica al Perú, fue perseguido y exonerado como profesor; a lo mejor, si reviviera, le pasaría lo mismo.
Nuestro país quiso chilenizar Tacna y Arica: llevó profesores, sacerdotes, abogados, -no pocos tinterillos- médicos y otros profesionales, y audaces empresarios, a colonizar a estas ciudades del norte. En Tacna se desarrolló la infancia de Salvador Allende: su padre, del mismo nombre, era un poeta satírico genial; escribió un verso que parecía una alabanza al tirano peruano, Augusto Legía, pero se hacía el acróstico, aparecía un tremendo insulto. Don Salvador Allende Castro efectuaba fiestas pantagruélicas en la Tacna, en ese tiempo chilena.
Tres soluciones se planteaban para resolver el problema de Tacna y Arica: la primera, regalar a Bolivia las dos ciudades; la segunda repartirlas, Arica para Chile y Tacna para el Perú; la tercera, solicitar el arbitraje de Estados Unidos y llamar a un plebiscito, por medio del cual se decidiera el destino de ambas ciudades. En 1929, el plebiscito decidió que Arica quedaba para Chile y Tacna para el Perú.
Es evidente que los conflictos de la frontera norte chilena no pueden ser bilaterales, son siempre trilaterales. Es la errónea política de la Cancillería la que nos ha llevado a plantear el problema de la salida al mar, de Bolivia, como bilateral, cuando cualquier solución territorial del problema exige el acuerdo entre Chile, Perú y Bolivia.
Por consiguiente, es multilateral. Siempre Chile quiso dar salida al mar a Bolivia: antes del tratado de 1904, les quiso ceder Tacna y Arica, que no eran chilenas, cuya soberanía debía ser resuelta 10 años después del Tratado Ancón, 1883. Posteriormente Chile propuso entregar a los bolivianos Camarones, Caleta Víctor o Pisagua; por apresurado, nuestros hermanos perdieron la oportunidad. Por lo demás, la franja entre la línea de la Concordia no podía ser cedida a la soberanía boliviana sin acuerdo con el Perú. Aquí se halla una de las raíces de la súbita explosión nacionalista, respecto de las fronteras marítimas, provocadas por el impopular presidente Toledo.
Al parecer, nuestras relaciones con Bolivia estaban en franca mejoría; es evidente que, más temprano que tarde, tendrá que solucionarse el tema de la mediterraneidad boliviana, pero como siempre se mezclan los conflictos de política interna, la impopularidad de los gobiernos y la inestabilidad política, el presidente Toledo saca del sombrero el conflictivo tema de las fronteras marítimas.
Pienso que nuestra política respecto a nuestros hermanos latinoamericanos no puede ser más errónea. No sé cuándo se nos ocurrió que eran los íntimos amigos del guerrero Bush, socios privilegiados de la Unión Europea y de los países asiáticos. No recuerdo el nombre del genio que se le ocurrió que en pocos años abandonaríamos América Latina y seríamos esos rubios que soñaba Nicolás Palacios, autor de La raza chilena que, con razón, escandalizaba al vasco Miguel de Unamuno. A los peruanos, a los bolivianos y al resto de los países de América latina, los mirábamos como indios, patipelados e incapaces de tener gobiernos estables. Los tiranos de estos países eran el hazmerreír, el único bueno, que robaba y mataba de verdad, era Daniel López Pinochet.
Nuestra política en América Latina se limitaba a responder a los acontecimientos: éramos incapaces de anticiparnos ante cualquier situación difícil, no proponíamos nada, salvo Tratados de libre Comercio, que permitieran a nuestros jaguares chilenos inaugurar Luchetti, Falabellas, Lan y Yumbos, en las distintas capitales de Latinoamérica. Nos creíamos los cartagineses y no nos importaba nada rayar muros incásicos, mostrar videos humillantes sobre Lima, en los vuelos de Lan y defender a los ricos epulones, entre ellos al Sr. Luksic, que sólo está llamado a declarar por tribunales de justicia democráticos, de un país hermano, además, de la venta de armas al Ecuador. De nuevo nos pisamos la cola, pues Lázaro Frei salvó a Pinochet de un justo castigo, sosteniendo la soberanía de nuestros tribunales; ¿este argumento no vale para el Perú?
Ni Chile, ni Perú van a ganar nada con este irracional conflicto. Justo cuando América Latina está pasando por su mejor época, cuando vendemos el petróleo, el cobre, el gas, el café, el azúcar a precios estratosféricos, vuelven los torpes conflictos limítrofes, en un mundo globalizado. ¿Cómo se nos puede ocurrir recurrir a un club de bailes folclóricos, financiados por el tío Sam, como la OEA, para resolver conflictos fronterizos? Me temo que, de nuevo, dejaremos pasar la oportunidad de construir la América con que soñaba Simón Bolívar.
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MAGO -
MANUEL BIEDMA SHEREMAYA -