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Centros Chilenos en el Exterior

EN PRIMAVERA SE ENCUMBRA EL MALESTAR SOCIAL

1. En general en el mundo y en Chile, el capital se concentra, se torna monopólico, y sus intereses corporativos se entroncan genéticamente con los estados capitalistas centrales. En su revés, el trabajo, como efecto de un proceso de transformación del patrón de acumulación y organización de la producción, el comercio y los servicios financieros, se disgrega, se expresa orgánicamente a través de millones de moléculas legales y materiales dispersas, desarticuladas. Por eso el sindicalismo tradicional, el sindicalismo de empresa, ya no se condice con las nuevas formas de organización y explotación del trabajo, y sólo representa a una fracción minoritaria de la fuerza laboral chilena. A diferencia de Europa, por ejemplo, donde también la sindicalización ha decaído considerablemente, pero fórmulas alternas privilegian las negociaciones colectivas (en más de un 60 %) para debatir las relaciones y la distribución del plusvalor, y por consiguiente, parte de las utilidades de cualquier industria; en Chile, la legislación no consagra la negociación colectiva y niega la huelga. Esto quiere decir, que las maneras contextuales que el sindicalismo conoció antes de 1973, simplemente, hoy resultan inútiles para la inmensa mayoría de los trabajadores.
La Central Única de Trabajadores de la que habló con justificado orgullo el Presidente Salvador Allende en su famoso discurso en la ONU en diciembre de 1972 se fundaba sobre una sindicalización que superaba el 30 % de la fuerza laboral nacional, el contrato indefinido, el trabajo estable, una relación relativamente compensada entre la contradicción capital / trabajo, la indemnización a todo evento y sin tope, una previsión social meridianamente decente, grandes extensiones de fuerza laboral ligada a empresas nacionales o mixtas, organizaciones por área o rama económica, y derechos sociales que, si bien insuficientes, vivían una explosiva y creciente expansión. Todo lo anterior enmarcado por el ascenso de las luchas de los asalariados y los pueblos en innumerables lugares del mundo, y con una suerte de retaguardia contenedora –criticada, pero basculadora, en los hechos- en los denominados “socialismos realmente existentes”.

2. Pero todo ello es historia hacia la primera década del nuevo milenio. Desde la refundación capitalista en Chile (o contrarrevolución patronal o neoliberal), la ofensiva de la burguesía digitada por las políticas más extremistas del laboratorio de los economistas de Chicago, los dictados del FMI, el Banco Mundial, la OMC, el BID e instituciones asociadas, ha readecuado estratégicamente la organización del trabajo en Chile. En la actualidad –independientemente de las tonalidades casi indiferenciadas entre el régimen militar y los gobiernos civiles post dictadura- ya prácticamente, no existe industria nacional (salvo rémoras sin peso económico sustantivo), la economía en su sentido profundo y no temático o sectorial, se funda en la explotación del cobre, la madera, actividades comerciales vinculadas a las importaciones beneficiadas por tratados de libre comercio asimétricos y proteccionismo cero; el subcontratismo; el multigiro legal de una misma matriz patronal; la flexibilidad laboral; y el ingreso masivo en desigualdad de condiciones al mercado laboral de las mujeres, los inmigrantes y los jóvenes. El capital financiero, otrora puesto de una u otra forma al servicio de áreas productivas, hoy gobierna sobre instrumentos crediticios altamente parasitarios y especulativos, como capital que se reproduce sobre su propio movimiento ficticio, más distante que nunca de la llamada “economía real”. Las tramas del capitalismo extremista en Chile tienen que ver con el superconsumismo, el sobreendeudamiento, la precariedad e inestabilidad laboral. Tanto para los pobres de siempre, como para franjas de profesionales ilusionados por la movilidad social y la reificación de un concepto de educación que, en concreto, hoy proletariza y envía a numerosos contingentes de jóvenes formados en las universidades a labores que no tienen nada que ver con la oferta vocacional o funcional recibida, el actual modelo de acumulación del capital dinamita radicalmente las formas tradicionales de organización del trabajo.

3. Si la mayoría de la fuerza de trabajo chilena carece de contrato indefinido (más de un 50 % de los asalariados labora “a honorarios” o con contrato a plazo fijo, o por faena o meta cumplida), no puede sindicalizarse (o si lo hace, debido a la debilidad de la fragmentación cuantitativa y, por tanto, también cualitativa de la fuerza posible de constelar bajo un mismo patrón jurídico, sus niveles de negociación son nimios), ¿Qué modos de organización demanda el actual estado de la división y multifragmentación del trabajo impuestos por el capital?
La actual Central Unitaria de Trabajadores y su composición pueden sobrevivir con tranquilidad. El sostén real de sus fuerzas está en los funcionarios públicos, los profesores (que son una mezcla de profesionales-proletarios), y un conjunto de sindicatos-empresa sin capacidad objetiva de negociación. En este caso, la tesis del desarrollo desigual y combinado del capitalismo funciona inmejorablemente. En rigor, la CUT del siglo XXI, con su conducción, procedimientos, composición, formas de enfrentar los conflictos, discursos y maneras de negociar, no representan sino una parte minoritaria de los trabajadores chilenos. De algún modo, hoy vive sus límites históricos posibles de acuerdo a la organización hegemónica del trabajo. Aunque un buen día, la mayoría de los asalariados chilenos quisieran ser parte de CUT y desde allí mejorar sus condiciones de existencia, simplemente, no podrían hacerlo. Al respecto, vale decir que el Código del Trabajo –fundado en el derecho civil y no laboral- es fiel reflejo de las relaciones capital / trabajo realmente existentes y la organización social dominante de la producción de la riqueza.

4. ¿Para qué sirve la CUT, entonces? En términos simbólicos, la Central todavía contiene grados significativos de autoridad popular a la hora potencial de convocar al movimiento social tras demandas convenidas. Ello es parte de la historia chilena, más allá de las fuerzas concretas que agrupe la multisindical. Sin embargo –y colocando entre paréntesis el carácter de institución domesticada y altamente funcional respecto del gobierno concertacionista, y, por extensión, de los intereses estratégicos de la minoría en el poder-, una Central de trabajadores que rime con las condiciones reales de la explotación laboral y sus formas actuales hegemónicas, tendría, necesariamente, que dar una vuelta de tuerca más que relevante a sus propios fundamentos, métodos, prácticas y discursos. La refundación de la organización de los trabajadores, además de recobrar sus notas originales de independencia de clase y lucha anticapitalista, debe construir formas flexibles, multidimensionales, inclusivas, que, en los hechos, desborde los límites del sindicalismo tal como está constituido hoy. En este sentido, las conducciones y embriones de organización de trabajadores más avanzadas y jóvenes, más democráticas y éticas, más independientes y antiburocratizantes, tienen que componer sus propias respuestas, asumir creativamente las nuevas modalidades de la organización del trabajo para el combate franco contra el capital en mejores condiciones de lucha. Los anarquistas de finales del siglo XIX y principios del XX; junto a Recabarren y Clotario Blest siempre serán fuente de inspiración ética y volitiva en esta hora dura. Ellos supieron enfrentar con imaginación, convicción unitaria y claridad estratégica las imposiciones del capital. Respondieron, sin duda, con fortaleza y en medio de la incertidumbre las más crueles embestidas de la oligarquía de su época. Y, si bien, la organización del trabajo ha cambiado esencialmente respecto de ese período fundacional del movimiento obrero en Chile, los materiales hondos de su madera deben constituir continuidad ética y horizonte político de las maneras que demanda hoy la recomposición de la organización necesaria y contemporánea de los trabajadores y trabajadoras de Chile. Por historia, y por el lugar objetivo en el proceso de acumulación y base de dominación del capital en Chile, los asalariados –en su presentación compleja- son motor capilar para remontar el reflujo transitorio del protagonismo político de los intereses de los trabajadores y el pueblo.

5. Las encuestas continúan reflejando el descontento de los chilenos ante el sistema político que manda, sus instituciones, iniciativas y movimientos. Según el último estudio de Adimark (consultora de estudios de mercado de capitales chilenos y alemanes), en agosto de 2008, un 42,1 % de la gente aprueba la gestión de Bachelet y un 46,1 % la desaprueba. Un 80 % desaprueba el sistema de transporte colectivo Transantiago; y sólo un 30 % aprueba la actual política económica. En general, un 16,8 % de los consultados aprueba la gestión de la Concertación (ya no personificada en Bachelet); un 19,9 % aprueba a la Alianza por Chile, y cerca de un 50 % no se pronuncia. Un 62 % de los encuestados manifiesta una percepción negativa de la Concertación, mientras un 57 % siente lo mismo por la Alianza por Chile. Sobre temas específicos, los consultados en un 62 % desaprueban la gestión educacional del gobierno; un 58 % desaprueba la política económica; un 57 % la gestión en el ámbito de la salubridad; y un 51 % rechaza la gestión en orden al medio ambiente.
Como en Chile no existen referendos ni plebiscitos de ninguna especie, y las encuestas en su conjunto, ya denuncian una clara tendencia en las áreas arriba enunciadas, se puede avizorar una crisis de credibilidad y confianza en relación al actual ordenamiento político dominante que cobra rangos estructurales. Naturalmente, sin alternativas construidas desde el campo popular y anticapitalista –salvo episodios e iniciativas simbólicas y testimoniales- la reproducción del actual orden de cosas puede todavía dormir en paz. Mientras se escribe este artículo, aún no ha transcurrido la noche del 11 de septiembre donde diversas organizaciones sociales y políticas han convocado a caceroleos y protestas ante los nefastos efectos de la inflación sobre los salarios, que a 12 meses, varía entre un 9 % a un 11 %. Sólo los alimentos han aumentado su precio en casi un 15 %, mientras las remuneraciones nominalmente congeladas y realmente arrastradas a la baja, gatillan un malestar atmosférico incuestionable. El superávit fiscal –que a fin de año alcanzará los 30 mil millones de dólares producto, principalmente, de la demanda cuprífera- continúa bajo llave, aguardando la agudización de la crisis económica para ir a socorrer a la minoría empresarial.
A 100 años del natalicio de Salvador Allende, y a 35 del golpe de Estado, las fuerzas de abajo convocadas históricamente para revertir un Chile injusto, desigual y oligárquico, comienzan a expresar su descontento de manera confusa, pero sostenida. Y, como suele ocurrir, si los rebeldes de ayer son hoy parte del aparato del Estado, han jubilado sus proyectos sociales emancipatorios, y, en el mejor de los casos, permanecen mordiendo la nostalgia, tendrán que ser las nuevas generaciones junto a franjas de militancia popular que enfrentó bajo jefaturas invisibles el último tramo de la lucha antidictatorial, quienes tomen de una buena vez las riendas de la reconstrucción política de los trabajadores y el pueblo. Con imaginación, con unidad, y a tientas. Que ya está claro que nada volverá a repetirse tal cual y sólo se cuenta con los presentes.

Andrés Figueroa Cornejo
Septiembre 11 de 2008

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