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Centros Chilenos en el Exterior

Anoche murió un torturador

Por: Tito Tricot  // ARGENPRESS.info 

Anoche murió un torturador, solo y triste, como mueren los torturadores. Nadie derramó una lágrima, y cuentan que Dios miró para otro lado cuando se enteró, por vergüenza, dicen. Nadie sabe cuándo exhaló su último suspiro, pero se sospecha que en ese preciso instante se le aparecieron todos los torturados del mundo clavándole en el centro de su corazón el abisal miedo a la muerte eterna. Claro, porque el fue amo y señor de la vida de otros, mas ahora, en la breve precariedad de su encuentro final, no pudo ni decidir ni reír, ni golpear ni violar. Y allí padeció el mismo terror de la infinita soledad que sentimos los torturados, porque ya nada fue igual y todo fue agua donde es imposible echar raíces. Y todo fue viento, donde es imposible arrimarse a un árbol; todo fue viento de agua o agua de viento y así, poco a poco, se fue hundiendo en la profundidad de la noche más fría de la historia del universo, porque así mueren los torturadores. Pero nada importa, porque ni su muerte ni su sufrimiento podrán jamás compararse con el brutal desamparo del detenido enfundado solo en su desnudez y en el abrumador banderón de la dignidad.

Entonces, un torturador menos en Chile es nada más un triunfo para la injusticia, pues en este país herido inapelablemente por la dictadura, por cada torturador que muere, hay cien torturados sobrevivientes de una guerra desigual. La guerra de los militares, de la Derecha y de la Democracia Cristiana que no distinguió entre niños o ancianos y que se prolonga hasta el día de hoy en las miradas de los torturados y sus hijos y los hijos de sus hijos. Es que nadie puede olvidar el desesperado aliento bregando por salir de las costillas mientras los arrogantes gritos del castigo se esparcían por el denso aire de un cuarto desconocido, pero tan íntimo como la inefable venda que cubría tu rostro. Para no verlos, para no descubrirlos, para no conocerlos, pues solo arropados en su cobardía podían violar a gente inerme. Sin embargo, con los dientes apretados y exudando el fuego propio de la temeridad, les miramos a los ojos, acaso sin querer. Sabemos sus nombres y sus rangos, sus casas y sus trabajos, sus crímenes y sus mentiras: son militares, marinos, aviadores, carabineros, detectives y civiles, hombres y mujeres que un día decidieron, concientemente, transformarse en torturadores y asesinos de día y de noche. Y lo hicieron con tal diligencia que fueron ascendidos por su crueldad; y lo hicieron con tal eficacia que viajaron por el mundo compartiendo su oscuridad. Así, los desaparecidos desaparecieron para siempre, los torturados aún lloran un poco cada día en la orfandad de los cerros del puerto o en la esquina de cualquier barrio. Son los ramalazos fulgentes de la electricidad, los gritos infernales de las mujeres violadas, quizás el resuello de la muerte rozándote la nuca cada vez que se abría la puerta para conducirte a lo desconocido. Pero, más que nada, es la inconmensurable furia de saber que la inmensa mayoría de los hijos de puta que mataron y golpearon sin asco y sin pausa, viven tranquilamente en algún rincón del país. Ayer fue la paz de los cementerios que impuso la dictadura, hoy es la paz de la impunidad que han impuesto los gobiernos de la Concertación, intentando obnubilar la memoria de un pueblo con el argumento de que hay que mirar hacia el futuro.

Sin embargo, la memoria es caprichosa, y a pesar de todo aparece y reaparece, asomando por los intersticios del tiempo y de la historia para clamar justicia. Porque nos duelen los desaparecidos, nos soliviantan los asesinados y nos revolucionan los torturados, y porque no creemos ni en el perdón ni en el olvido. Algunos le llaman justicia, otros le dicen venganza, algunos otros simplemente vindicación. Yo no se como se llamará, pero quisiera verlos a todos ellos en el infierno crepitando para siempre entre lenguas de fuego y fumarolas de azufre, aunque no sea ni políticamente correcto ni moderno, porque así deben morir los torturadores.

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