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Centros Chilenos en el Exterior

Memoria y reparación

18 de Junio de 2007

Por  Roberto Garretón *

Esta semana se está realizando en Santiago un notable evento. Por primera vez en nuestro país se han reunido cerca de 150 destacados luchadores de los derechos humanos de todo el mundo. ¿La ocasión? La Conferencia sobre “Memoria y Democracia” organizada por la Coalición Internacional de Museos de Consciencia en Sitios Históricos, el Centro Internacional de Justicia Transicional y FLACSO- Chile. Tuve el honor de participar en el panel sobre el rol de los Gobiernos, circunstancia que me motivó a volver sobre un tema que, a mi juicio, es clave para los países que buscan en verdad la paz, la justicia y la reconciliación.

Justamente, una de las claves es preguntarnos sobre qué hacemos como sociedad para enfrentar la impunidad. Sin ir más lejos, la rebeldía de Iturriaga nos enfrenta al mismo y antiguo desafío. Si analizamos en profundidad, la impunidad tiene al menos cuatro caras: la política, la moral, la histórica y, desde luego, la jurídica.

La primera se refiere a la falta de sanción para los responsables de las violaciones de los derechos humanos que, contra todo pronóstico, terminan ejerciendo cargos de autoridad incluso después del término de las dictaduras. En Latinoamérica somos expertos: ¡Cuántos torturadores, opresores, aprehensores o censores son legalmente elegidos congresistas, nombrados ministros o ejercen la docencia! Y ¡cuántos dictadores, al poco tiempo de dejar el poder, son elegidos popularmente como Presidentes! Este tipo de impunidad consagra un auténtico empate moral.

Hagamos historia: el mensaje de Nuremberg fue fundamental para la descalificación política y cultural del nazismo, pero por sí sólo no se habría logrado, ya que fueron condenadas 19 de las 21 personas juzgadas, mientras que en otros 12 juicios se juzgó sólo a 185 individuos. El nazismo quedó políticamente destruido, más que por Nuremberg, por las políticas de desnazificación puestas en práctica, primero por el Consejo de Control de los Aliados y después por los gobiernos alemanes democráticos.

El derecho internacional así lo entendió. En sus observaciones finales al Tercer Informe presentado por Argentina, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas expresó que le preocupa que "muchas personas que actuaban con arreglo a esas leyes (las leyes de la dictadura) sigan ocupando empleos militares o en la administración pública y que algunos de ellos hayan, incluso, obtenido ascensos en los años siguientes. El Comité reitera su inquietud ante la sensación de impunidad de los responsables de graves violaciones de los derechos humanos bajo el gobierno militar".

Por otro lado, si bien la impunidad moral tiene un carácter subjetivo, conlleva profundas consecuencias políticas y jurídicas, pues se trata de aquella perversión donde los criminales asumen un ideal superior que los ha obligado a conductas atroces: “salvar a la patria"; "salvar la civilización occidental", “combatir el terrorismo”. Como decía Churchill, “los peores crímenes se han cometido en nombre de Dios y de la Patria”. Los superiores ordenan y convencen a los subalternos a actuar sobre dichos principios asegurándoles que nunca serán juzgados, lo que era una constante hasta hace no más de 20 años. El histórico "son ellos, o nosotros" del San Bartolomé francés (1572), es exactamente la misma frase del General Emilio Ponce cuando en 1989 ordenó eliminar a los jesuitas en El Salvador. Ninguno se siente delincuente y es esta consideración la que ha asumido el prófugo general Eduardo Iturriaga en su declaración pública. La impunidad histórica es la mentira y el olvido. Es común que los Estados que violan los derechos humanos se apoyen en la mentira. Desde la negación de los hechos hasta su justificación, sin importar la contradicción esencial entre ambas explicaciones. Se busca reconocer un maniqueo papel heroico, y necesario, ante una situación que no tenía otra salida. Cumplida la gran tarea, ahora "no es el momento, de mirar hacia atrás" o de "estar anclados en el pasado", pero no es más que otra falacia que hay que combatir si queremos construir una sociedad democrática y justa. Dentro del combate a la impunidad, el derecho a la verdad se ha consagrado como un derecho autónomo, con un importante desarrollo en la práctica de los organismos internacionales de supervisión de los derechos humanos. Quizás el primer reconocimiento formal fue el que hizo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos respecto del caso de Argentina (1986): "Toda sociedad tiene el irrenunciable derecho a conocer la verdad de lo ocurrido, así como las razones y circunstancias en las que aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin de evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir…", agregando que "a la vez, nada puede impedir a los familiares de las víctimas conocer lo que aconteció con sus seres más cercanos". Se trata de rescatar el valor de la verdad como un auténtico derecho humano.

Al respecto, instrumentos privilegiados para combatir estas tres dimensiones de la impunidad han sido las llamadas "Comisiones de la Verdad" que nacieron en América Latina al término de la dictadura argentina. Si bien no son -o no debieran ser- substitutos de la justicia, suelen percibirse como tales. En realidad su función básica es la recuperación de la verdad histórica que no logran los procesos penales. Pero un elemento esencial es el establecimiento de inhabilidades políticas: lo que más duele a las víctimas es ver a sus victimarios blindados con cargos de autoridad. De allí que la Constitución democrática de Guatemala (1985) prohibiera la elección presidencial de caudillos involucrados en la alteración de orden constitucional, aunque curiosas interpretaciones de esta norma permitieron a un antiguo dictador presentarse al cargo pocos años después de abandonar el poder; pero la sabiduría popular lo relegó a un tercer lugar con una humillante votación.

Pero además son necesarios otros elementos esenciales: la educación en derechos humanos; narrativa histórica restableciendo la verdad de lo ocurrido, la construcción y conservación de archivos, los homenajes, monumentos, etc.

Respecto a la impunidad penal, desde Nuremberg se ha establecido un corpus iuris cada vez más sólido. Los principios de ese juicio histórico, las convenciones contra el genocidio, el apartheid, la tortura, la imprescriptibilidad, además de los Pactos de Derechos Humanos, los Estatutos de los Tribunales para la ex Yugoslavia, Ruanda, Camboya, Sierra Leona, la Corte Internacional Permanente, los proyectos de códigos de crímenes internacionales, las resoluciones de las Comisiones regionales de Derechos Humanos y de las dos Cortes especializadas, y una gran cantidad de Principios, Reglas mínimas y Declaraciones, no pueden ser desconocidos. Este corpus iuris ha ido también demoliendo los dos mayores soportes de la impunidad, como son las leyes de amnistías y el juzgamiento de las atrocidades por tribunales corporativos, como los militares.

Para la aplicación de este nuevo derecho el rol de jueces independientes es esencial, pero cuando fracasan, surgen dos elementos también fundamentales en la nueva cultura jurídica: los tribunales extranjeros ejerciendo jurisdicción universal, y los tribunales penales internacionales. Y hoy observamos con esperanza que los jueces han asumido el rol que nunca debieron abandonar.

Es de esperar que los actuales cambios judiciales en la lucha contra la impunidad sean irreversibles. Primero, porque en su génesis hay una base profundamente democrática: han sido las sociedades civiles -especialmente las organizaciones de víctimas- las grandes impulsoras del proceso, muchas veces en oposición frontal a los poderes del Estado; segundo, por ser una conquista de la moral contra la inmoralidad; tercero, por la solidez con que el derecho internacional, y también el nacional en casi todas sus ramas (civil, penal, procesal, constitucional, laboral, administrativo y muchas otras), han asumido la doctrina y ética de los derechos humanos como fundamento de todas las instituciones, desterrando a un segundo plano anacrónicas concepciones de la soberanía nacional y la razón de estado para justificar lo que la Declaración Universal llama “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”.


*Roberto Garretón. Abogado Defensor de los Derechos Humanos en Chile


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