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El niño de los Rosales

El niño de los Rosales

 Tanto para Chile como para América Latina, y con mayor razón aún para la historia regional, la vida y obra de Pérez Rosales es símbolo de esfuerzo, de aventura, de lucha contra la adversidad y de muchas realizaciones.

Por Sergio Millar Soto  / www.diariollanquihue.cl

Foto: Vicente Pérez Rosales nació en 1807.

 Eran las postrimerías de la Colonia cuando en Santiago nació, hace ya doscientos años, en el seno de dos familias de abolengo. La prematura muerte del padre don José Joaquín Pérez, determinó la crianza del pequeño Vicente a cargo de la mamá, doña Mercedes Rosales, y del abuelo materno don Juan Enrique Rosales, quien entonces caminaba por la derechura para convertirse, casi tres años después, en miembro conspicuo de la Junta de Gobierno que se instaló el 18 de septiembre de 1810.

Los Rosales habían sido tocados por las alas de la fortuna; su mansión era un solar privilegiado, con salones de grandes espejos, patios con aleros y, en las afueras, la chacra de donde llegaban gran parte de las provisiones domésticas de origen animal y vegetal. Abolengo y oro acumulado formaban parte del inventario de los Pérez Rosales.

A los tres años, el niño empezó a escuchar acerca de la Patria, cuando hasta la mansión de los Rosales llegó don Mateo -el Conde de la Conquista- y, poco después que éste entregara el bastón con la conocida frase de "aquí está el mando" entre los gritos de "¡Junta queremos!", las puertas de la casona se abrieron de par en par al toque de patricios y patriotas que llegaban a saludar al abuelo vocal de la Primera Junta.

Allí, el pequeño Vicente conoció a los Carrera y cabalgó a horcajadas en los caballos de Juan José y de Luis. Este último le prometió, incluso, un barco para que cuando grande conozca el mar chileno.

Durante la Reconquista

También, llegó O'Higgins que venía de su fundo chillanejo y entonces escuchó el pequeño Vicente hablar de la lucha de resistencia que los Carrera y O'Higgins lideraban contra los realistas comandados por Pareja quien, desde Valdivia, iniciaba la reconquista. Poco después, en Yerbas Buenas, se produce el bautizo de sangre y fuego de los patriotas. Vienen Cancha Rayada y la tregua de Lircay; llega Osorio para la restauración realista. En Rancagua de produce el desastre y los Rosales, junto a los patriotas desbandados, se preparan para lo peor. Hasta el solar de los Rosales llegan de nuevo Carrera y O'Higgins, en ese orden, justificándose e inculpándose mutuamente por la derrota.

El 9 de octubre de 1814, Osorio entra a Santiago llevando al frente el estandarte real. "Los repiques pregonaban el general contento y las flores desparramadas con profusión, señalaban el fastuoso rastro que iba dejando la satisfecha comitiva de aquel afortunado redentor que tantas lágrimas había de hacer verter después a muchos de los mismos que con tanto alborozo lo recibían", anotaría luego, don Vicente, en sus 'Recuerdos del Pasado'.

En defensa de la madre

Un mes después, hubo de presenciar el arresto del abuelo Juan Enrique, quien parte al destierro y muy pronto llega el propio San Bruno en busca de la madre, doña Mercedes. Vicente corre en defensa de la mamá, pero San Bruno, de un empellón, lo tira lejos: "Era bajo de cuerpo y ancho de espalda; pescuezo corto, cara expresiva y anchos bigotes castaños. Iba vestido con afectación y en su alto morrión que no decía con su estatura, llevaba esculpidos en latón amarillo, junto con la corona, los leones heráldicos de España".

Un día, entre los visitantes clandestinos y disfrazados, reconoció a Manuel Rodríguez. El niño Vicente le dijo: -yo sé quien es usted- y lo abrazó.

Después de tres años de lo de Rancagua, se supo en la casa de los Rosales que el Ejército Libertador había atravesado la cordillera y avanzaba victorioso por Chacabuco hacia la capital. En la casa de don Juan Enrique - desterrado entonces en Juan Fernández- 0'Higgins y San Martín son agasajados como héroes de la larga jornada gestada allende los Andes: "Las señoras concurrieron coronadas de flores. Y los hombres llevaban puesto el gorro frigio lacre con cintas azules y blancas", relata el memorialista don Vicente.

El acecho de los fusiles

Un año después, desembarca Osorio con cuatro mil soldados de refresco y el terror se apodera nuevamente de los patriotas. "Espantaba el gentío de a pie y de a caballo que seguía llevándose todo por delante y en el corazón de la sierra no se veía otra cosa que grupos de hombres y de mujeres, llevando unos a sus hijos, otros sentados para tomar aliento y los más solicitando con qué sustentarse para seguir huyendo". Son recuerdos del niño que forma parte del éxodo hacia Mendoza, que se convierte en un pedazo de Chile, en donde sucede lo inverosímil: los niños de la escuela a que habían ingresado los chilenos, entre ellos el propio Vicente, fueron obligados a presenciar la ejecución, el fusilamiento, la muerte de Juan José y de Luis Carrera, en cuyas rodillas había alguna vez galopado el niño de los Rosales: "Vendada la vista y ya en acecho los fusiles, los sacerdotes comenzaron a desviarse cuando don Juan José y don Luis arrojaron la venda, echándose el uno en brazos del otro. Se impacientó el verdugo y vendados de nuevo sonó una descarga". Era el 8 de abril de 1818. El niño tenía 11 años.

"Niño hasta los 17"

De regreso a la patria, ya con 13 sufridos años a cuestas, sabe de la Expedición Libertadora al Perú y hacia allá quiere ir con San Martin; pero es un lord inglés el que lo lleva, en su fragata, rumbo a Brasil, por la ruta del temible Cabo de Hornos. El Lord lo abandona en una playa de Río de Janeiro y allí permanece durante dos años hasta que otra fragata inglesa, en que viaja María Graham, lo trae de vuelta a Chile. Era el año 1821 y él niño de los Rosales tenía 14 años. "Entonces -como él mismo lo dijera- se era niño hasta los 17 años y muchacho hasta más allá de los veinte". La infancia, pues, ya se había ido cuando el joven Pérez Rosales, el 16 de enero de 1826, se embarcaba en el 'Moselle' hacia Europa, junto a otros jóvenes de lo más granado de la sociedad santiaguina, en busca de nuevas experiencias que, en el curso de los años, habría de convertirlo en uno de los próceres de nuestra nacionalidad.

 

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