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Centros Chilenos en el Exterior

Sillón de mimbre bajo la lluvia

OJO DE LOCA NO SE EQUIVOCA
El día que mi Gladys se nos fue, al salir rumbo al funeral encontré en la manilla de la puerta amarrada una rosa… era de las mismas que enrojecían el jardín de mi vecina.

Por Pedro Lemebel
www.lanacion.cl / Domingo 08/19/06

Pedro Lemebel

Cuando llegué a vivir a la casita del pasaje me encontré con una selva de cardenales y enredaderas trepadoras que cubrían la fachada ¿Y si la vivienda estaba desocupada durante tanto tiempo? ¿Quién regaba ese vergel y hacía posible que las frondosas matas no rasguñaran la cara interrumpiendo el paso? ¿Quién amarraba los brotes para conducirlos al Sol donde estallaban corolas fucsias y rojas alegrando esa casa melancólica? Entonces descubrí a mi anciana vecina, mimetizada entre las hojas, mirándome con sus ojillos desconfiados. ¿Por qué amarra las plantas y no las deja crecer libres?, alegué, cortando los cordeles que aprisionaban los tallos. Porque las plantas son mías, me contestó con soberbia de abuela. Pero yo soy el dueño de la casa. Será así, pero las plantas las planté yo, gruñó rabiosa. Entonces voy a cortar toda esta hueá y se acaba el problema, amenacé como vieja pobla. Córtelas, pue’, si quiere. Y en realidad, ahora que lo pienso, fue por ese caserío floral que me gustó el pasaje, lleno de tréboles y madreselvas del Santiago viejo. Pero pronto supe que mi jardinera vecina era la suegra de uno de los siniestros jefes de la oscura CNI. Entonces odié las plantas, me molestaban, y con una tijera de podar eché por tierra ese malezal que ensombrecía las ventanas. Por supuesto que el parentesco de mi vecina con el horror de la dictadura me hacia mantener con ella una fría distancia. Además, que a mi casa sólo entraba gente de izquierda, que ella miraba entre las buganvilias con ojillos rabiosos.

Mi vecina vivía solitaria, casi nunca recibía visitas, nunca vimos a su macabro yerno, por suerte. Y ella pasaba las tardes regando, abonando y trasplantando malvas en el relámpago colorido de su pequeño jardín. A veces llegaba Gladys de improviso con la torta de cumpleaños, y mi vecina la observaba entre las plantas con rencor y admiración. Después aparecían Carmen Lazo, con una palmera; Carmen Berenguer, con una muñeca negra, y Carmen Soria, con un atinado hervidor. En esos cumpleaños de noviembre llegaban las chiquillas rojas riéndose, saludándonos, y abrazadas nos sentábamos afuerita de la puerta en un sillón de mimbre. Así no más, en un sillón de mimbre. Ahí afuerita de la puerta, tomando una agüita, para pasar el calor. Mientras, mi vecina simulaba regar parando la oreja a las risas y bromas que se mezclaban con la música cumbiola de la tarde.

Este sillón se lo van a robar aquí afuera, la escuché comentar mientras podaba unos jazmines. Deje que se lo roben, le respondí cortante. Además, usted recibe tanta gente. Déjelo ahí, casi le ladro. Allá usted, si quiere que se lo roben, me respondió frunciendo la boca.

El sillón de mimbre a la intemperie resistió todo ese alborotado verano. Hasta caer la primera lluvia, que dejó nevado de pétalos el pasaje. Este sillón se va a echar a perder con el agua, la oí comentar mientras podaba unas espinas. Déjelo que se moje y se pudra, le rugí brava, cansada de su majadera preocupación. Pero en el ir y venir cotidiano del conventillo, mi vecina pasó a ser una ajada flor que la veía a ratos traqueteando con sus 80 años nublados por el Alzheimer. El invierno se vino pronto con violencia, los truenos y relámpagos iluminaban fluorescentes, a flashazos, el abandonado sillón. Y una mañana, al cerrar la puerta de calle, descubrí el sillón de mimbre arropado con un plástico que ella le había puesto de protección. Una ola de ternura pudo invadirme, pensando que esta mujer tan sola y vieja buscaba gestos solidarios para amigarse. Dejé de ser juez por un rato, llegando a pensar que ella sólo era la suegra de un asesino. Tal vez era injusto hacerla cargar eternamente el escapulario parental de la culpa. Por eso, desde aquel día fui un poco más generoso cuando al salir me interceptaba diciendo: lo estoy saludando; no me escucha.

Todo se hizo más amable en el pasaje los años que vinieron. También ella se acostumbró a ver a Gladys Marín en mi casa, observándola con felino afecto entre las ramas. El día que mi Gladys se nos fue, al salir rumbo al funeral encontré en la manilla de la puerta amarrada una rosa… era de las mismas que enrojecían su jardín.

Hace un tiempo me enteré de su muerte en un asilo. Se supo en el pasaje, hubo un duelo verde en el vecindario. Y luego, todo volvió a ser como antes. Una leve lluvia entibia esta primavera. El sillón de mimbre hace rato que desapareció. Pero las plantas y flores volvieron a estallar en las jardineras solas, chasconas y a la deriva, huérfanas de su mano vegetal.

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