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Centros Chilenos en el Exterior

¿Y si Allende no hubiera muerto?

Ramón Alberto Escalante Luna

 
Miércoles, 15 de marzo de 2006

La televisión chilena ha transmitido para estos días un extenso documental sobre la caída de Salvador Allende, suerte de póstumo homenaje con treinta años de atraso. Quizás la transición de un socialista a otro en la Presidencia permitió insertar este programa inconcebible veinte o diez años atrás.

En la proyección se escucha la voz metálica, briosa y fulminante de Augusto Pinochet pidiendo la rendición incondicional del gobierno mientras amenazaba una y otra vez con bombardear el Palacio de La Moneda. Era un ultimátum impaciente que seguramente el Presidente escuchaba a través de la radio militar de su despacho.

He leído las crónicas periodísticas de la época y las minuciosas memorias del Embajador Norteamericano en Santiago, Nathaniel Davis, donde se pone en evidencia que el gobierno de la “Unidad Popular” siempre pendió de un hilo, nunca tuvo condiciones objetivas para sostenerse. Abrumado por el conflicto de los sindicatos, acorralado en el Congreso, con la feroz oposición de la prensa y en plena Guerra Fría, cuando Washington no titubeaba para derrocar mandatarios incómodos, casi fue un milagro que terminase el segundo año en el cargo. Entonces, si sólo pasó lo inevitable: ¿por qué se suicidó Allende?

En la larga jornada del 11 de septiembre de 1973 Allende tuvo salidas que no quiso aceptar. Pudo elegir cómodamente el camino del exilio, hacia Europa, donde la opinión pública lo hubiese aclamado como el nuevo símbolo del romanticismo izquierdista. Vivo y en plenitud de condiciones físicas y mentales –porque tenía apenas 65 años- Allende hubiera gravitado intensamente en la política latinoamericana y habría representado la resistencia pacífica frente a la feroz dictadura militar.

Porque aún derrocado, Allende tenía un peso específico en la política latinoamericana, mucho más allá de la simple coyuntura de una coalición socialista que ejerció el poder. El era amigo de Rómulo Betancourt, de Víctor Raúl Haya de la Torre, de los más influyentes estadistas del continente y cualquiera de ellos le hubiese procurado el asilo, luego el alojamiento y la supervivencia en el exilio.

Mal puede evaluarse a Allende como alguno de esos aventureros a quienes el poder llega como un billete de lotería premiado y que cuando lo pierden quedan sin razón alguna para vivir. No. La trayectoria del médico fue larga y meticulosa: cuatro candidaturas presidenciales, un estratégico posicionamiento como figura reconocida del stablishmen, porque antes había sido ministro y presidente del Senado.

Para entender la visión fatalista de Allende debemos hurgar en su biografía. Hay un episodio de la historia chilena que ejerció dramática influencia sobre el futuro presidente. Me refiero al brevísimo ejercicio socialista de 1932, encabezado por el Coronel Marmaduke Grove, quien en sólo doce días de gobierno se atrevió a establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y a decretar un conjunto de medidas revolucionarias a favor de los pobres. Entre éstas, la inmediata devolución de las prendas y útiles pignorados en las casas de empeño, la suspensión temporal de las obligaciones vencidas y la obligación para el sistema financiero de destinar un porcentaje de su capital para financiar pequeños y medianos empresarios.

La reacción contra estas medidas resultó feroz. Caído Grove, todos sus colaboradores y notorios simpatizantes fueron perseguidos. Entre los detenidos estaba un joven estudiante de medicina llamado Salvador Allende, cuyo padre murió precisamente en esos días. Marmaduke Grove y Salvador Allende coincidirán después en la formación del Partido Socialista Chileno, una facción del cual le apoyaría para la presidencia en 1970.

En muchas formas, la larga agonía del gobierno de Allende fue la reanudación del vía crucis que pasaron los socialistas románticos en 1932. Aquella vez derogaron las medidas, proscribieron los grupos, apresaron a los dirigentes, pero imbuidos de su ideario siempre asumieron que todos los reveses formaban parte de su visión romántica y mesiánica de la lucha.

Entonces el Allende que llega al poder en 1970, se asume a sí mismo como la segunda parte de un experimento comenzado cuarenta años atrás. Tiene una visión destinista y fatalista sobre sí, de seguro que afianzada por su adscripción a la logia masónica.

Alguien puso en duda que Allende efectivamente se hubiera matado, asomando la posibilidad que las tropas golpistas lo hubieran asesinado. Pero basta escuchar su alocución, en la cual comienza advirtiendo que será la última de su vida, para comprender que había en él una fría, tranquila y reposada aceptación del suicidio.

Creo que su condición de médico forense, la única especialidad que ejerció dentro de su carrera, también pesó para la autoeliminación. Como masón y quizás agnóstico, acostumbrado a diseccionar cadáveres y a palpar íntimamente la muerte, asumiría semejante decisión como otra etapa más de su vida de combates.

El Presidente debió estar muy cansado en aquellas jornadas dramáticas. Porque desde su precaria elección como candidato más votado en septiembre de 1970, había vivido en ascuas día a día. Había sacado sólo el 37 por ciento de respaldo en una variopinta concertación y para que fuese formalmente proclamado como Presidente electo debió firmarle a la Democracia Cristiana de Eduardo Frei un estatuto de garantías mínimas. De allí en adelante fueron cercos y sabotajes internos, el disenso de los partidos que le respaldaron, la abierta enemistad norteamericana, el embargo de las trasnacionales, sus medidas nacionalistas y el incesante conflicto sindical.

El periodista Jack Anderson decía ya entonces que la CIA intentó impedir la asunción de Allende y ciertamente hubo un intento de magnicidio cuando apenas era presidente electo. En todo caso, más adelante le mataron escoltas, a su jefe del ejército, se le sublevaron tropas y la Democracia Cristiana planteaba abiertamente su deposición constitucional. Con sus facultades limitadas por el Congreso de mayoría opositora, debió cogobernar con los militares, apelar dramáticamente a los norteamericanos, mendigar apoyo de la oposición y tras las nacionalizaciones procuró arreglos amistosos con las trasnacionales. Es decir que ya en Palacio vivió acorralado porque llegó a la Presidencia pero nunca ejerció realmente el poder.

(*) Abogado / Politólogo

Mario Lopez Ibañez 
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