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Centros Chilenos en el Exterior

Los claroscuros de la política exterior chilena

Opinión
El veto chileno a Chávez

Por Nelson Spza Montiel

La anunciada decisión del gobierno chileno de buscar en nuestra región ‘una candidatura de consenso’ alternativa a la venezolana para ocupar una silla en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas merece al menos dos lecturas, y ninguna de ellas deja muy bien parada a la política exterior liderada por la Presidenta Michelle Bachelet.

La primera es que el veto a la política tan furibundamente pro-América Latina como anti-Bush del Presidente Jorge Chávez debiera (aunque sea por sus opuestos) ayudarnos a entender cuál es el diseño estratégico de la política exterior chilena. Entonces, podría decirse que ésta no tiene entre sus ejes prioritarios la integración política y económica de nuestra región, y que (como ya ocurrió en las administraciones Aylwin y Frei) sigue mirando al Norte liderado por la Casa Blanca.

Señales en esa dirección, por lo demás, ya había varias, aunque la más notoria ha sido la no resuelta adhesión de nuestro país al Tribunal Penal Internacional -cuya ratificación ha sido dilatada por los gobiernos de Lagos y Bachelet ante el temor de que Washington responda interrumpiendo el suministro de repuestos de esa procedencia a las FF.AA. chilenas. Esta indecisión mantiene a nuestro país como una suerte de ‘isla´ en la región, y ella ha sido cuidadosamente negociada entre bambalinas entre La Moneda y la Casa Blanca.

Independiente de la justificación ética que ha llevado a la mayor parte de los países del mundo a adherir al TPI y (nuevamente por defecto) de las motivaciones estrechamente pragmáticas que han tenido a la vista los gobiernos de la Concertación para no haberlo hecho hasta hoy, salta a la vista que éstas no podrían ser otras que el temor a Washington; la inquietud por la reacción de Bush ante la actitud desafiante de un socio comercial suyo. Pero incluso si el fundamento de nuestra política exterior fuese un actuar estrechamente apegado a las conveniencias comerciales, iguales consideraciones podrían tenerse a la vista frente al entorno vecinal -y preguntarse si estas actitudes aislacionistas favorecen los intereses chilenos en la región.

Ausencia de estrategia

Ambos episodios (no los únicos, claro) reflejan que el accionar de la política exterior chilena continúa guiado por una inquietante ausencia de visiones estratégicas sobre cuáles son -o, más bien, debieran ser- las políticas que acompañen la declarada ‘opción preferencial por América Latina’ que han dicho profesar los dos últimos gobiernos concertacionistas y en particular el que encabeza Bachelet. El tan esperado cambio de rumbo reclamado por numerosos parlamentarios de la coalición gobernante (del cual ha sido una muestra el viaje de algunos de ellos a La Paz para empujar una actitud más proactiva de nuestra cancillería respecto de las relaciones con el nuevo gobierno boliviano) no sólo no parece haberse materializado. Aún más: los pocos gestos de la diplomacia criolla bajo Bachelet expresan la misma suerte de ‘bipolaridad’ de sus predecesores: unas políticas cuando menos inconsistentes con el discurso. No está demás recordar que uno de los más persistentes reclamos hechos al Mercosur y después a la naciente Comunidad Suramericana de Naciones bajo la administración Lagos fue la necesidad de dar mayor sustrato político a los esquemas de integración regionales, precisamente para lograr una mayor coordinación y ojalá una vocería común ante los entes multilaterales.

Una segunda lectura al veto chileno a la candidatura venezolana es preguntarse sobre los porqués de su cuestionamiento a la política integracionista del Presidente Chávez -que en definitiva éso es lo que está en cuestión. No hay mucho dónde pueda especularse al respecto: o a Chile le preocupa el protagonismo que ha venido cobrando Chávez en la región, o (y esto pareciera más plausible) discrepa abiertamente con el modelo de asociación (económica, pero también política) que el mandatario propugna.

Un ‘outsider’ regional

Llegados a este punto, lo lógico sería preguntarse si el modelo cepaliano de ‘regionalismo abierto’ que los gobiernos concertacionistas dicen perseguir no se ha trasformado a estas alturas en una cacerola vacía de contenido. Por lo demás, aunque así no fuese, ni los modelos son estáticos, ni inmutables los contextos históricos en los cuales algunas propuestas fueron concebidas. Pero el hecho es que la política exterior chilena (a diferencia de la venezolana bajo Chávez) ha hecho muy poco para impulsar con propuestas concretas (cuantificables, para usar un concepto de moda en La Moneda) y conductas coherentes una estrategia alternativa de convergencia, integración y desarrollo alternativos a las doctrinas y corrientes extraídas del Norte.

Situado antes como un outsider que como un promotor activo de la política regional, Chile no ha logrado (pese a su discurso) remecer al Mercosur para dotarlo de una más eficiente institucionalidad, y ha congelado ad eternum su estatus de Asociado. Ha tenido más bien una actitud reactiva que proactiva ante la Comunidad Suramericana de Naciones. Sin ser una idea suya, se sumó y empujó (hasta donde pudo, es cierto) la materialización del ‘anillo energético’, pero más por interés cortoplacista que por convicciones doctrinarias. Su desempeño como miembro no permanente del Consejo de Seguridad no logró reunir tras suyo la representación ni menos asumir la vocería regional. Antes de ello, se integró a desgano y asumió una actitud deslavada en el G20 (que ha intentado representar los intereses comerciales del Sur en la Ronda de la OMC). Se ha alineado abiertamente junto a Canadá, México y los EEUU para defender (cuanto y hasta donde pudo) el ALCA ‘en la versión-Washington’. Incluso su desempeño junto (y tras de) Brasil en la ‘misión pacificadora de Haití’ (asumido como uno de los principales éxitos recientes de la diplomacia chilena) ha generado más anticuerpos que apoyos regionales -principalmente por la desembozada intervención de un par de potencias extra-regionales en la expulsión de su Presidente Bertrand Arístide.

Detrás de todo este conjunto de conductas y hechos de la política exterior chilena (resumidas ellas en el veto a Chávez) parece ocultarse un síndrome muy parecido al que durante década y media impidió a políticos y partidos de la coalición gobernante materializar un debate respecto de ‘cuánto más mercado’ y ‘cuánto más Estado’ desea el país (lo que equivale a sentarse a reflexionar, por incómodo que ello sea, sobre el tipo de desarrollo futuro). En este caso, el ‘chavismo’ encarna todos esos ‘ismos’ que aterrorizan a por igual a burócratas y tecnócratas. Independiente de que sus acciones de cooperación y propuestas de asociaciones se afinquen en unos bolsillos venezolanos rebosantes de petrodólares (que para el caso, cuentan igual que los ‘cobredólares’ criollos, y ya sabemos en dónde terminó la propuesta de una ministra de Bachelet de usar una mínima parte de los mismos para ayudar a Haití), la estrategia de Chávez desborda un nacionalismo que aterroriza al gobierno chileno. Sin poder o querer ver algo más allá de la miopía cortoplacista, se descarta este tipo de visiones porque ‘el mundo no está para ‘enfoques trasnochados’.

Chile no es Brasil


Pero incluso en ello la política exterior chilena no ha sido original, ni menos preactiva. Si visión sigue estrechamente de cerca los pasos dictados por la cancillería brasileña, que por razones del todo diferentes (a fin de cuentas, ‘Brasil es Brasil’) siempre ha tenido un pie en el Sur -junto a sus socios del Mercosur- y otro en el Norte, para negociar sin intermediarios con los EEUU o la Unión Europea. Porque la ‘alianza estratégica’ entre Chile y Brasil (más implícita que explícita) es cosa sabida y de larga data.

Itamaraty (cuyos designios de política exterior navegan en un mar inmutable al color o la procedencia de los gobiernos brasileños) tiene hoy una gran responsabilidad en esa lectura que desconfía (cuando no reniega) de visiones altermundistas como la Chávez. Y cuyos exponentes dicen apoyar la multipolaridad de la política internacional, pero a fin de cuentas terminan acoplados como vagón de cola a los diseños de Washington. Pero hay una pequeña diferencia: Brasil puede hacerlo y simultáneamente romper con ello cuantas veces quiera, porque su peso específico se lo permite. No es el caso chileno: nuestro país necesita de socios, y cuanto más cercanos estén y más simétricos sean sus intereses, mejor.

Así, tanto en Brasil como en Chile (y entre mucha de la intelectualidad que dícese progresista) se propugna la integración regional, pero se mira con displicencia todos los ‘ensayos populistas’ que levantan opciones al ALCA o plantean la industrialización como alternativa a la exportación en bruto de nuestros recursos naturales. Que proponen asociaciones empresariales intra-regionales para desarrollar sinergias y economías de escala en proyectos de infraestructura supranacionales. O incluso evaden el dólar (y la especulación asociada normalmente a su volatilidad) para intercambiar en moneda local los bienes requeridos entre los países.

La política exterior de Planalto y La Moneda es en esencia igual: en su discurso, ambas lamentan la fragmentación y la crónica incapacidad de los gobiernos para unificar al continente, y -claro-alientan la integración. Pero al mismo tiempo rehuyen ante cualquier asomo concreto de unión -por ‘populista’, ‘nacionalista’ o estar ‘desfasado en tiempos de globalización’. En último término, ésta es una forma perversa de anti-nacionalismo, encierra una sutil dosis de racismo y representa una peculiar forma de sub-imperialismo (en el caso de Brasil, por tamaño; en el chileno, porque su ‘modelo y su estabilidad son un ejemplo para América Latina’ -Bush dixit).

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