Blogia
Centros Chilenos en el Exterior

Los íbamos a reventar

Los íbamos a reventar

Memoria de una guerra patética

Hace 25 años, los argentinos vivieron durante algunas semanas un sueño de gloria. Olvidaron la represión, las torturas y los asesinatos de una dictadura que les había devuelto un honor recuperando las islas Malvinas. En 74 días de campaña, la formidable Armada británica demostró que el imperialismo existe, y sabe morder.

Nación Domingo

Por Alejandro Kirk

El 2 de abril de 1982, el secretario general de la Confederación General de Trabajadores de Argentina (CGT), Saúl Ubaldini, estaba preso por encabezar una ola de protestas que tenía sin fiato a la dictadura militar transandina. Ocho días después vitoreaba al dictador en la Casa Rosada. Eso logran las guerras.

Como en el resto de América Latina, en Argentina campeaba la crisis económica en 1982. La moneda estaba por el piso y se hacía imposible seguir “bicicleteando” las deudas. Quien podía se iba del país, y dentro de los propios militares se había disipado la férrea unidad que mostraban años antes durante la guerra sucia (que no había terminado).

Como casi todos sus pares, el general, y entonces Jefe del Gobierno, Leopoldo Fortunato Galtieri se había ensuciado las manos con entusiasmo en aquella “guerra contra la subversión”. De cara coloradita, Galtieri era más conocido por su afición al whisky que por sus ideas brillantes. La conducción de la economía estaba en manos de Roberto Alemann, un economista vinculado a la banca internacional desde los años ’50 y uno de los personajes más odiados de la época.

La crisis envalentonó a los argentinos. Hasta entonces, quienes daban la cara contra el régimen eran apenas las Madres de la Plaza de Mayo, que se reunían todos los jueves frente al Palacio de Gobierno a exigir respuestas sobre el paradero de sus hijos desaparecidos.

Una guerrita oportuna

Así fue como vino la idea genial salvadora: activar el viejo plan de recuperación de las islas Malvinas.

No sin cierta lógica, parecía el momento justo: en el Reino Unido, la Primera Ministra, Margaret Thatcher, tras privatizar y cerrar decenas de empresas estatales, desindustrializando el país e imponiendo el neoliberalismo financiero, enfrentaba olas de huelgas y un descontento generalizado.

Entonces, a los dos mil habitantes de las islas del Atlántico Sur los llamaban despectivamente “kelpers”, del kelp, un alga nutritiva que abunda en la zona, una especie de cochayuyo. Aunque descendientes directos de los inmigrantes británicos, eran de origen pobre, pastores que ni siquiera merecían la ciudadanía británica, sino apenas un pasaporte de segunda clase.

Tim Miller, descendiente de los primeros colonos, dijo en una entrevista al diario inglés “The Guardian” que la comunidad se veía venir una invasión porque la situación económica no daba para más, sin inversiones ni apoyo real de Londres. Abandonados, los kelpers habían ido acumulando rencor contra la Corona.

Era Argentina la que por décadas había sobado el lomo de los kelpers estableciendo una línea aérea, abastecimientos marítimos regulares, servicios de salud, asistencia técnica e intercambios culturales, en una estrategia de acercamiento que había creado ya una dependencia logística total.

La ocupación militar lanzada el 2 de abril echó por tierra esta inversión de décadas y abrió una herida irrestañable en los argentinos. Herida por cierto reforzada por el infaltable Presidente Carlos Menem, que en 1995, en un intento de mostrar que se hacía algo para recuperar las islas, firmó con los ingleses una “declaración” sobre la cooperación bilateral en la explotación de recursos petroleros. La misma que el Gobierno de Néstor Kirchner, como saludo a los 25 años de la victoria británica, canceló esta semana.

La declaración, dice el Gobierno actual, nunca hizo otra cosa que promover debates acerca de qué se había realmente acordado, pero daba cobertura legal a las actividades británicas de prospección y posible extracción de petróleo en las islas. Acto seguido, Buenos Aires anunció que cancelaría los permisos de operación en territorio continental argentino a toda empresa que efectúe trabajos petroleros en el área de Malvinas.

Galtieri, el líder

Galtieri no lo podía creer. El sábado 10 de abril, 10 días después de haber sido acorralado por las multitudes enfurecidas, se encontraba frente a ellas, esta vez eufóricas, desde el balcón de la Casa Rosada.

Las masas ardían esa tarde. Era una situación extraña. A los periodistas nos permitieron no sólo entrar a la sede del Gobierno, sino acompañar a Galtieri desde los balcones. En la Avenida de Mayo se habían reunido todos: la Juventud Peronista, la CGT, el Partido Comunista, los radicales, justicialistas, veteranos fascistas italianos, franquistas españoles, nazis alemanes, diplomáticos soviéticos. Todos estaban con Galtieri, quien por primera y última vez alardeaba feliz frente al pueblo. Había sol y humedad esa tarde, la Avenida de Mayo repleta. Una consigna de los jóvenes peronistas se me grabó, tal vez por el fervor y por el bombo: “Lo’ vamoa reventar, lo’ vamoa reventar”.

Era difícil simpatizar con esa causa, sin embargo un editorial de un diario venezolano estimó, el 3 de abril de 1982 que, si bien no cabían dudas sobre la reivindicación argentina, también era cierto que se había impuesto en las islas la misma dictadura sangrienta que había desaparecido a 30 mil personas, y que por tanto sus dos mil habitantes corrían serio peligro.

En rigor, los únicos opositores visibles a la ocupación dentro de Argentina fueron las Madres de la Plaza de Mayo y el líder radical Raúl Alfonsín, acusados todos de traición.

Y vino la guerra, al mismo tiempo que el invierno avanzaba sobre la región. Thatcher, como Galtieri, vio en esto una oportunidad de afirmarse en el poder y mandó una expedición militar monumental que incluyó 23 naves de guerra (incluyendo la mitad de sus submarinos nucleares), 19 escuadrones de la Fuerza Aérea y cinco batallones del Ejército, más barcos y aviones de apoyo, con la movilización de 30 mil efectivos.

Sin duda, no era la reacción que esperaba la cúpula militar argentina, que había apostado a una salida negociada basada en la ocupación de hecho y en la prometida neutralidad de Estados Unidos. Washington tampoco esperaba que Thatcher comprometiese de ese modo el poder militar británico, a 13 mil kilómetros de su teatro natural de operaciones, pero ante la disyuntiva, el Presidente Ronald Reagan prefirió a los ingleses, dejando a los militares argentinos atónitos.

Se terminaron para siempre las pretensiones de que el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que comprometía a los Estados americanos a apoyarse mutuamente en caso de ataques externos, aunque no sirviese para otra cosa que para la guerra fría contra la Unión Soviética. También fue letra muerta una resolución de la OEA de apoyo a las demandas argentinas, e incluso una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, la 502, que obligaba a las partes a desmilitarizar la isla.

Hasta el Papa Juan Pablo II viajó a Buenos Aires, y el 13 de junio, ante dos millones de fieles desesperados, habló generalidades sobre la paz y la hermandad y la necesidad de negociaciones. Dos días después se rendía el comando argentino en Malvinas y quedó entre el pueblo la sensación de que el prelado, desde el inicio, había tomado el mismo partido que Washington.

Sólo Perú y Venezuela, en América Latina, se comprometieron activamente con la causa argentina. Chile, mientras formalmente apoyaba la reivindicación sobre las Malvinas, ayudaba activamente a los ingleses.

En Malvinas se vivió aquella breve y profunda tragedia a partir del 1 de mayo de 1982, cuando el primer escuadrón de aviones Sea Harrier apareció desde el norte, rasante sobre las aterrorizadas defensas argentinas en la bahía de San Carlos, y bombardeó el aeropuerto de Puerto Argentino (Stanley), la capital del archipiélago.

Tras 74 días de combates, algunos épicos, se hundió por décadas la posibilidad de recuperar las Malvinas, pero también se desmoronó la dictadura militar argentina, al precio de la vida de 649 jóvenes soldados, marineros y pilotos. LND



Abandonados a su suerte

La primera acción militar argentina fue una provocación montada a fines de marzo de 1982 en las islas Georgia, una antigua estación ballenera al sur de las Malvinas, donde funciona también una base científica antártica. Un grupo civil que iba a desmontar instalaciones balleneras llegó hasta la bahía de Cumberland escoltado por comandos de la Armada e izó la bandera argentina.

Los comandos iban dirigidos por el teniente Alfredo Astiz, el “Ángel de la Muerte”, procesado por el asesinato de niñas adolescentes y monjas, y tras una escaramuza con la guardia inglesa ocuparon el lugar el 2 de abril. El 25 de abril, un grupo de comandos británicos desembarcó y montó un tiroteo que según su jefe, Chris Nunn, “tenía el propósito de asustar a la gente para que se sometieran, y eso fue lo que ocurrió”.

Astiz y sus comandos habían jurado resistir hasta la muerte, e incluso habían repartido pertrechos y víveres para una guerra de guerrillas, pero se rindieron de inmediato. La foto del rubio oficial firmando la capitulación fue el primer anuncio para los argentinos de que había algo falso en toda esa fiesta guerrera.

En las Malvinas, miles de conscriptos fueron abandonados a su suerte por el mando. Desde el 2 de abril al 14 de junio, muchos jamás tuvieron un baño o una comida caliente, carecían de vestuario adecuado y eran maltratados por sus oficiales, acostumbrados a la guerra sucia contra gente desarmada. Un contingente de 450 paracaidistas logró la rendición de los 1.100 defensores de Puerto Argentino en una sola noche de combate.

Del lado británico, como ha ocurrido en casi todas las guerras emprendidas por Londres, fueron otros colonizados –reclutas escoceses y galeses, y mercenarios nepaleses– quienes se llevaron la parte negra del combate, y los que ganaron esta victoria para Thatcher y el Reino Unido.

El mando británico cometió un posible crimen de guerra al hundir un desvencijado crucero argentino, el Belgrano, que causó la muerte a 368 marineros y soldados, a 35 millas de la zona de guerra por un submarino nuclear con datos satelitales proporcionados por Estados Unidos.

Los pilotos argentinos escribieron una página gloriosa de su historia militar –si cabe tal gloria– al hundir o inutilizar nueve de los 23 naves de guerra británicas, en vuelos rasantes desde Río Gallegos que permitían una sola pasada sobre los blancos y el regreso a las bases casi sin combustible. Más de cien aviones y helicópteros perdió Argentina, y la mayoría de sus pilotos de combate.

 

 

0 comentarios