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EL TRIUNFO DEL MIEDO

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Me permitirán que cite un opúsculo de Jacques Maritain que fervorosamente les recomiendo, «Cristianismo y democracia» (existe traducción española en Ediciones Palabra), publicado originariamente en plena Segunda Guerra Mundial y sin embargo hoy más que nunca vigente. Escribe Maritain: «Las causas del fracaso de la democracia son diversas. En primer lugar, los enemigos del ideal democrático no se han desarmado nunca y sus resentimientos, su odio al pueblo y a la libertad, no han hecho más que crecer, a medida que las debilidades y las faltas de las democracias modernas les daban más pretextos». Y prosigue: «Pero la causa principal es de orden espiritual y reside en la contradicción interna y el malentendido trágico, del que han sido víctimas las democracias modernas, sobre todo en Europa. En su principio esencial, esta forma y este ideal de vida en común que se llama democracia procede de la inspiración evangélica y no puede subsistir sin ella». Ambas causas enarboladas por Maritain se resumen en una: las democracias europeas, al renegar de esa inspiración evangélica, se desnaturalizan y debilitan, pierden la fe en sí mismas, se arredran ante los enemigos de su ideal, entre otras razones porque ese ideal ha dejado de ser más fuerte que el miedo. 

Cuando el miedo conquista el corazón de los hombres, sobreviene la muerte de la democracia. Quizá sus ornatos externos conserven su brillo originario, quizás incluso lo hayan acrecentado, disfrazándolo de oropeles y bisuterías de mucho relumbrón, pero su meollo ya está podrido. Para tener fe en la democracia, que es fe en el futuro de la humanidad y capacidad para sobreponerse a las tentaciones de desistimiento que nos ofrece la historia; para tener fe en la dignidad del hombre, en los derechos humanos y en la justicia, que son valores eminentemente espirituales; para tener fe en la libertad -volvemos a citar a Maritain- «hace falta una inspiración heroica y una creencia heroica que fortifiquen y vivifiquen la razón, y que nadie salvo Jesús de Nazaret ha inspirado en el mundo». La democracia es la única expresión política propia del cristianismo; presentarla como una creación ex novo del espíritu ilustrado constituye un sofisma insostenible. Sólo un Dios que se percibe como Logos, como razón creadora, puede propiciar que los hombres renieguen del fardo de animalidad, egoísmo y barbarie que arrastran consigo. El reconocimiento de la suprema dignidad del hombre, corolario natural del misterio de un Dios que adopta la naturaleza humana, es una creación cristiana. Los principios de igualdad, tolerancia, respeto, solidaridad y compasión hacia el prójimo, hacia cualquier prójimo, con independencia de su raza, sexo, credo o condición, serían ininteligibles sin el sacrificio redentor de Dios, cuyos beneficios se extienden sobre todo el género humano. La propia separación ente Iglesia y Estado (que no debe confundirse con la separación entre política y religión, pues como dijo Roosevelt «el respeto a la persona humana, la libertad, la buena fe internacional, tienen su fundamento más sólido en la religión y dan a la religión sus mejores garantías») ya se prefiguraba en aquel episodio evangélico del denario del César. 

Todas las muestras de debilidad que las democracias europeas exhiben tienen una raíz común. Desgajadas de esa «inspiración evangélica» que las hacía fuertes y orgullosas de sus conquistas, extravían su juicio político, pierden ese «suplemento de alma» que Maritain consideraba constitutivo de la democracia y, por tanto, dejan de ser instrumento de liberación humana, para rendirse al miedo. Miedo que adopta muchas y proteicas manifestaciones: egoísmo particularista, desistimiento ante los enemigos del ideal democrático, bulimia de riqueza y prosperidad, abolición del hombre. Pero todas esas formas no son sino expresiones de una realidad común: como decía el salmista, «si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los constructores». Las democracias europeas están muertas; aunque todavía brillen con esa fosforescencia espectral que irradian los cadáveres. 

(Fuente: ABC. Juan Manuel De Prada) 

 

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