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Centros Chilenos en el Exterior

Hijos de la alegría que viene

Hijos de la alegría que viene

chilenos para un nuevo Chile

Nacieron con la democracia, pero no son iguales. Ella irá a la universidad y él sabe que está condenado a más de lo mismo. Pero ambos quieren irse esta noche a celebrar el 18. Una fecha para olvidar durante unos días la realidad que nos acecha.

www.lanacion.cl / Domingo

Por Betzie Jaramillo

Camila nació hace 18 años, un 18 de septiembre en Ñuñoa en el límite con Providencia, la “Ñuñoa alta” que le dicen para diferenciarse del resto del barrio. Ya es mayor de edad. Su máxima preocupación es que su papá y su mamá tengan plata suficiente para pagarle la universidad y los masters necesarios para “ser alguien en la vida”. Pero lo que la preocupa hoy es conseguir plata para comprar una entrada para la fonda de moda. Hoy quiere fiesta. Hay que celebrar el 18 y su cumpleaños.

El que sea mayor de edad es solo un decir. Podría votar, pero no tiene intención de hacerlo. “Filo con las elecciones”, como dijeron los dos millones de jóvenes mayores de edad que no se inscribieron para las elecciones pasadas. Podría pedir la píldora del día después sin permiso de los padres. Ya lo hace desde mucho antes. Con un buen cóctel de las pastillas anticonceptivas de siempre obtenía el mismo resultado. Es adulta, pero ni siquiera sueña con irse de casa y ser independiente. Las estadísticas indican que, con suerte, podrá alquilarse algo con una amiga o un pololo a partir de los 28. Faltan 10 años para eso. En lo que sí es adulta es que ya tiene una bonita deuda gracias a una tarjeta de crédito que le ofrecieron, y aceptó, mientras caminaba por un mall comiéndose un helado. Se compró ropa, invitó a pizzas a todas sus amistades y recargó varias veces su celular para enviarle mensajes a media humanidad. No pudo pagar la deuda y su madre, indignada, le dice que la van a meter en Dicom.

La otra versión

Jonathan tiene la misma edad que Camila. También nació en los tiempos de “la alegría que viene”, pero más abajo, en un barrio de la zona sur de la capital. Su máxima preocupación es conseguir plata comprarse unas zapatillas nuevas en Patuelli. 50 “lucas” por unas bacán con velcro. Con ellas crecerá varios centímetros y son buenas para correr delante de los pacos en la próxima mocha que se monte con cualquier excusa. Ya sabe de antemano que no va a ir a la universidad, pero algún cartoncito tiene que conseguir para tener contenta a la vieja. Mecánico de autos o manipulador de alimentos. Esto último sería más útil porque podría trabajar en la carnicería de su tío Lucho.

Y ganaría algo de platita. La mitad para la casa, porque la mamá reclama todo el día porque nadie la ayuda. El resto, para carretear y ahorrar un poco porque dicen que ahora hay unas motos chinas que son baratas. Con ella podría ser repartidor de Telepizza y dejar la carnicería. Pero esos son sueños. Ahora su preocupación inmediata es conseguir unas pocas lucas para pagar una micro de ida y vuelta, conseguir pitos y chelitas para el 18. A él nadie le va a ofrecer ni una tarjeta de La Polar, con esa pinta desguañangada de hip hopero vestido en la feria del barrio. Menos mal, que tiene el corazón calentito con Paola, su polola. Ella mueve las caderas como Shakira, dice que lo ama, y ambos tienen la educación sexual que les imparte el Rumpy por la radio. Del grado uno al cuatro, ya lo han hecho todo.

Ni Camila ni Jonathan van a misa ni militan en ningún partido. Pero el destino los juntó en la Alameda durante la “rebelión de los pingüinos”. Ella corría como una loca para que el guanaco no la empapara. El la agarró de un brazo y la escondió detrás de un kiosko de diarios. Ella estaba allí porque su liceo emblemático estaba en toma y él, porque al grito de “pacos culiaos” se fue al centro a desafiarlos. Él le pasó un limón para que dejara de llorar con los gases y ella lloró de todas maneras en su hombro. Conversaron una rato, se dieron los números de los celulares y juraron que serían amigos para siempre. Mentira. Ella jamás va a ir al barrio de un “flaite”. Él sabe que en la casa de ella lo van a mirar mal.

Ese es el Chile de hoy. Dividido, incomunicado, con invisibles barreras que crean mundos apartes que se ignoran y se temen. Unos, porque todos los pobres son delincuentes. Los otros, porque te echan los perros en cuanto te ven cerca.

¿Fue siempre así? Parece que sí, como lo cuenta Isabel Allende en su “Casa de los espíritus”, donde la hija del patrón no podía enamorarse del peón.

Cifras para todos los gustos

¿Dónde están entonces esos cambios que tanto nos hacen mirar por encima del hombro al resto de los vecinos. Ya saben, esos 8.500 dólares de renta per cápita que nos hacen estar en la cabeza de la lista de países de América Latina, índices de alfabetismo (96%) y mortalidad infantil comparables a los países desarrollados, la esperanza de vida más alta de la región (75 años para los hombres, 80 para las mujeres) y tenemos 12 millones de celulares, el doble que en Argentina o Brasil. Y los tratados de libre comercio con el 70% del resto del mundo y haber disminuido la pobreza a la mitad desde 1990. Y más encima, el cobre está por las nubes. Ahí están las cifras y justifican nuestra arrogancia.

Pero en la vida diaria, el rumor del malestar cobra forma en cada hospital público donde todo huele a polar húmedo, en cada marraqueta con mortadela de origen desconocido, en cada pasaje polvoriento de población con un montón de perros durmiendo al sol.

También hay otras cifras. Como la que dice que estamos en el puesto 113 de 128 en la distribución de la riqueza, lo que quiere decir que somos una de las naciones más desiguales del mundo. Que hemos sido capaces de superar el tremendo machismo de la sociedad al elegir a una mujer como Presidenta de la República, pero tenemos la menor participación de ellas en el mundo laboral de todo el continente y ganan un promedio de un 30% menos que ellos.

Y la cifra de mujeres solas, como la madre de Jonathan, a cargo de la prole sigue creciendo sin que nada pueda detenerlo. Más del 33% de las familias están encabezadas por ellas en solitario. Eso, a pesar de que el 70% de los chilenos son devotos de la familia, pero parece que sólo de palabra. De todos las guaguas que nacen en el país, menos de la mitad lo hacen dentro del matrimonio.

La propia institución del matrimonio está en crisis y los estudios demuestran que menos de la mitad de las parejas (46,2% INE) optaron por pasar por el registro civil. Sólo el 38,1% de las familias se sacan la foto con papá y mamá juntos. Todo esto, desde mucho antes de tener una ley de divorcio. Y fuimos el último país del continente en aprobarlo hace un par de años. Sobre los derechos reproductivos de las mujeres también vamos a la cola. Aun sin tener ley de aborto y con la píldora del día después todavía entrampada en los tribunales, la realidad es que se calcula que se producen entre 150 mil y 200 mil interrupciones del embarazo al año. En resumen, que la sociedad va por delante de las leyes y de la poderosa influencia de la Iglesia católica, que por cierto, va perdiendo fieles. El número de chilenos que se declaran católicos está por debajo del 70%, un 7% menos que en 1992. Y entre ellos, más del 90% acepta cualquier método de anticoncepción y algo más de un 40% piensa que el aborto debe ser legal y que, además, debe ser una decisión personal de cada mujer. Parece que los católicos le están perdiendo el miedo al infierno.

¿Qué celebramos?

El 70 % de los chilenos no saben qué se celebra el 18 de septiembre. Pero todos lo celebran en fondas donde el reggaeton supera a la cueca.

Camila y Jonathan forman parte de esos nuevos chilenos que se sienten poco representados por las leyes que dictan los políticos y las opiniones de los líderes espirituales. Pero ambos, como casi todo el país, lleva semanas esperando las Fiestas Patrias. Es el gran momento del desorden, de los excesos, de desparramar con la excusa del “cumpleaños de Chile”, que coincide con la llegada de la primavera. Una encuesta de CimaGroup reveló este jueves que el 69% no sabe qué se celebra el 18 de septiembre. Sólo un 15% sabe que se conmemora la Primera Junta Nacional de Gobierno y muchos piensan que es por el cumpleaños de Bernardo O`Higgins o que es la fecha del combate naval de Iquique. Y cuando les preguntan qué significado tiene la “chilenidad”, la imagen mental es una empanada, seguido de la cueca, las fondas, el asado, los volantines. Mucho más atrás están la bandera y los huasos. Esto último es lógico. La población chilena es sobre todo urbana, casi el 87% de los poco más 16 millones que se calcula que tiene hoy el país viven en ciudades. Y en Santiago se concentra el 36% de los chilenos según el último censo de 2002. Los auténticos huasos sólo podrían encontrase en ese 13,4% de población rural, en la zona centro sur del país.

Pero el tiquitiquití dieciochero domina el discurso. Al menos en Santiago, el 19 todos levantarán la vista al cielo para ver los nuevos F 16, que prueba que somos una potencia guerrera. Para el resto de la diversión, gastar plata es imprescindible. De hecho, la fonda más moderna y que representa a lo más progresista del país, la Yein Fonda organizada por Álvaro Henríquez, es una de las más caras del país. Diez mil pesos por entrar, trago y comida aparte. Y claro, no es lo mismo ir a la Yein Fonda o conformarse con la del Parque O`Higgins o la fonda de barrio. Sea como fuere, esta es la semana más cara del año, con un aumento del 33%, lo que representa en promedio unos 17 mil pesos por hogar. La Cámara de Comercio de Santiago calcula que el gasto adicional de las familias en Fiestas Patrias será de unos 110 millones de dólares. Sólo marzo, con sus gastos de colegios e impuestos varios, se acerca al récord de septiembre.

Síntomas de cambios

Pasadas las fiestas, la realidad volverá a imponerse. Y un 63% de los chilenos según la encuesta nacional del PNUD en 2004, no cree que defender sus derechos, individual o colectivamente, sea eficiente ante una injusticia y un 50% creen que el gran desafío de los líderes es “conocer las necesidades de la gente como uno”. Eso era hace 2 años. Y en ese breve espacio de tiempo, parece que algo sí ha cambiado. Por ejemplo, esa “rebelión pingüina”, que reunió a 800 mil estudiantes secundarios de todo el país, obligó al Gobierno a cambiar su agenda de prioridades. Y en ese caso, la movilización colectiva -paros, tomas, marchas- sí que dio resultado, al menos para que el tema de la mala educación pública fuera tomado en cuenta. O como ocurrió con la huelga de la Escondida, que terminó después de largas negociaciones y muchos millones en el bolsillo de los mineros.

La acción colectiva parece que sí podría ser una forma de conseguir algo. Por eso, hoy son los funcionarios de los hospitales públicos y los profesores los que intentan emplazar por la vía de la huelga a que las autoridades escuchen sus demandas. Los costos pueden ser incómodos y a veces altos, pero es como si tras tantos años de docilidad, la ciudadanía vuelve a salir a la calle para conseguir sus objetivos.

Otra forma que está lentamente cobrando fuerza son las organizaciones de consumidores, que van en aumento desde la reforma de la ley del consumidor en el 2004. Las únicas que existían hasta hace poco más de un año era Odecu, Conadecu y Conacción, pero hoy ya son unas 15, entre nacionales y regionales, que pueden demandar ante la justicia los abusos contra los consumidores. Y si más o menos todos están de acuerdo en que en este sistema, donde casi más que ciudadanos, somos consumidores, la tendencia no es poca cosa. Todos síntomas que ahora ya no bastan con el “aquí mando yo” sino que la sociedad está entrando en una fase donde todo se está negociando permanentemente, tal y como sucede en los países que admiramos por su desarrollo.

Estas son las formas de protesta organizada, a través de organizaciones de diverso tipo, para plantear las demandas de la sociedad. La otra, las más salvajes para manifestar el descontento, nadie las quiere. Una prueba de ello ha sido este último 11 de septiembre, donde las protestas fueron más violentas: los carabineros heridos pasaron de 40 el año pasado a 80 este año. La lucha callejera no se limitó a las piedras y las molotov, sino que se escucharon más disparos que en años anteriores. En el país hay unas 700 mil armas registradas, pero se calcula que hay un número parecido de armas ilegales. Y aunque la mayor parte de los delitos se siguen cometiendo con armas cortopunzantes, el que exista un arma por cada diez chilenos no deja de dar escalofríos.

De buenas o malas maneras, el descontento se va haciendo notar cada vez más. La segregación brutal de las ciudades, que condena a los pobres a hacinarse en la zona sur de Santiago, y que luego se les ve dormitando en las micros en eternos recorridos para ir a servir a los barrios altos, la falta de movilidad social, producto del sistema educativo y de los prejuicios del que son objeto los pobres, discapacitados, indígenas, ancianos, inmigrantes, gitanos y hasta evangélicos -como demostró un estudio de Expansiva- son cada vez más insoportables. Porque ya se sabe que de nada sirve ser brillante si uno vive en La Pintana, tiene mechas de clavo, pronuncia “sh” en vez de “ch” y que las zapatillas sean marca “avivas” en vez de la auténtica Adidas. Es tan profundo, que parece algo imposible de superar. Por lo menos, por parte de ese Chile exquisito y de piel clara que sigue dominando el país.

Repartir el pastel

Pero esto podría ir cambiando. Las buenas y hasta fabulosas cifras que nos destacan en el continente forman parte de los discursos satisfechos de gobernantes y empresarios en todos los medios de comunicación. Y claro, han llegado a oídos del resto y ahora piden parte de su trozo del pastel. La linda Camila y el Jonathan son la primera generación que sólo ha conocido la democracia y saben que les corresponde algo de todo lo bueno que flota en el ambiente. Nacieron en 1988, y con ellos, la libertad, que hoy también llega a su mayoría de edad después de 18 años. Cada uno por su lado, lo van a celebrar como puedan. Como el resto de Chile, que quiere estrenar zapatos nuevos para zapatear un rato para luego darle duro al reggaeton. LND

 

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